
Por Jorge Hernández Alonso | @chefkoketo
¿Quién no disfruta con unas buenas anchoas? ¡Ya, ya! Alguno habrá, siempre hay “alguien”. Este producto es, posiblemente, uno de los mayores exponentes del sabor umami. Ya sé que es mucho decir teniendo en cuenta que en esta misma categoría se encuentra el jamón ibérico curado o el queso parmesano. Pero en el mundo del pescado y, en concreto, del maravilloso enlatado, sin duda es el rey señero y solitario vencedor.
Me gustaría narraros la evolución de la anchoa desde tiempos de los romanos y su interrelación con el lejano garum. Lamentablemente, por extensión, el artículo sería interminable y para algunos agotador, ¡os conozco bien! Así que este asunto lo trataremos en otra ocasión. Por consiguiente (como diría Felipe González), me he remontado a un hito en la historia de este pescado azul.
El momento transcendental: la transformación industrial del cambio de la elaboración de la salazón al proceso de enlatado. Un lapso clave e inspirador, la “mar de salado”.
De la producción en Cantabria se tiene documentación desde el año 1250, cuando el rey Alfonso XI concede a la villa de Laredo la posibilidad de preparar salazones para el resto de Castilla.
A principios de 1800, la actividad pesquera de Cantabria se centraba fundamentalmente en el escabechado del besugo y, en menor medida, del bonito. Como también ocurría en el País Vasco. Por contra, los procesos clásicos de salazón eran menores y basados en la sardina. Sin embargo, en la provincia vecina del Principado la actividad salazonera era muy superior. Pero este escenario no se mantendría mucho tiempo.
El primer suceso que alteró esta realidad fue la desaparición de la sardina de las costas francesas, lo que obliga a los gabachos a trasladar sus negociados y crear las primeras sociedades mixtas entre franceses y españoles. La gran aportación francesa a toda la costa española supuso un salto técnico y una magnífica inversión de capital que revolucionó el sector. El gran cambio se traduce en un proceso de enlatado más seguro en lo sanitario y más próspero en lo económico.
En este cúmulo de situaciones comienza la historia más prolífica de las anchoas en salazón, y lo digo con “amor”. El proceso era relativamente sencillo y comenzaba tras la captura a mediados de marzo. Tanto la sardina como el boquerón eran descabezados y eviscerados a mano.Después se colocaban en grandes barriles, alternándolos con distintas capas de sal. Una vez el receptáculo estaba completado se rellenaba de salmuera. Se tapaba y, con la ayuda de unas piedras de gran peso, se prensaba y se almacenaba hasta que finalizaba la campaña en el mes de junio para posteriormente trasladarse en barco.
A mediados del siglo XIX los caladeros de las costas italianas habrían sufrido un descenso alarmante en las capturas. Ante el miedo a la quiebra de los comerciantes de pescado, las casas italianas enviaron a investigar nuevos cotos de pesca que abastecieran a su industria y las necesidades de consumo de la zona. Así recalaron en nuestras costas y comenzó una relación de negociado en la zona cántabra.
A partir de 1880 llegaron grandes oleadas de salazoneros italianos conocidos como los salatoris. En toda la zona comenzaron a levantar almacenes para conservar el boquerón hasta la llegada de las embarcaciones y, como consecuencia, tanto pescadores oriundos como paisanos de la región fueron incorporados a esta actividad de captura, acopio, salazón y transporte. Una breve estancia de apenas cuatro meses, lo que duraba la campaña…
Uno de estos embajadores mercantes fue Giovanni Vella Scatagliota, quizá el más relevante. Un joven siciliano que zarpó de Trapani, su tierra natal, para echar el ancla en Santoña en 1889 con el fin de aprovisionar a su empresa de bocartes. Sin embargo, nunca llegó a regresar con la mercancía, pues el amor se interpuso en su camino. Quedó prendado de una bella santoñesa, Dolores Inestrillas, con quien se casó y formó familia. En 1907 se independizó de otras firmas genovesas para construir su propia fábrica. Giovanni fue pionero en la elaboración de filetes de anchoa, el primero que imitó el estilo italiano en salazón que consistía en limpiar el boquerón, secarlo, recortarlo y dividirlo en filetes para posteriormente conservarlos en mantequilla para su transporte. Así se mantenía en buen estado para el consumo. En una tertulia en Casa Enrique (Cantabria) me preguntaron precisamente el porqué de esta elaboración que parecía tan innovadora, así que Álvaro y Enrique: aquí la tenéis.
Giovanni contrató a un profesional catalán con fama de buen químico para mejorar y adaptar este proceso al mercado español y, aunque en primera instancia, copiaron íntegramente el sistema italiano, se decantaron poco a poco por el uso del aceite. El motivo: la presencia en la lata era mucho mejor, el aroma del aceite era menor y, sobre todo, era más económico.
Así, en 1918 fundó la marca que comercializaba esta anchoa en filetes por primera vez y la bautizó con el nombre de “Dolores”, su querida y amada esposa. El éxito fue tan grande que extendió su actividad a Llanes, Lekeitio y Unquera. Durante décadas, las mujeres santoñesas mantenían a sus familias cuando los hombres no podían faenar y muchas lo hacían con este oficio a punto ya de extinguirse: las sobadoras.
¿Pero en qué consiste su trabajo? Tras más de ocho meses entre capas de sal, los bocartes han madurado, es el momento de abrirlos por la mitad, quitarles la espina y, a mano con la ayuda de un pequeño paño de tela, se les limpia y quita el exterior de la piel para dejarles solo la carne. Este sencillo proceso ha de hacerse con cuidado para no dañar la carne y conseguir una presentación impecable. Por supuesto, actualmente, hay métodos más rápidos y económicos que darán al traste con esta tradición y el sustento de décadas a miles de familias. Pero me temo que eso es parte de la sociedad actual.
· 600 g de boquerones frescos y grandes.
· 500 g de sal gorda.
· 300 ml de aceite de oliva virgen extra.
Primero preparamos un bol con agua fría y un poco de hielo. Tenemos que lavar los peces con abundante agua, pero sin presión para no dañar la piel ni la carne.
Si somos hábiles podremos descabezar y eviscerar el boquerón. El proceso es sencillo, simplemente presionamos con un dedo sobre la parte de las agallas y llevamos nuestra falange hasta el final de la cola.
Después tiramos de la cabeza mientras sujetamos los lomos para retirar la espina. Así tendremos el animal y evisceraremos.
Pasamos nuevamente por el grifo para asegurarnos de que no queden restos y sumergimos en el agua helada. Retiramos el agua una vez finalizado todo el proceso y los secamos bien con la ayuda de papel de cocina, siempre con delicadeza.
Ahora debemos poner en un bol o tupperware una cama de sal gorda, después una capa de lomos, otra capa que lo cubra y continuar hasta tener todos los boquerones cubiertos. Después tapamos y dejamos en la nevera unas 24 horas, aunque si los mentenemos por más tiempo la carne se volverá mucho más dura pues perderá más líquido.
Posteriormente sacamos las anchoas y retiramos la sal con ayuda de un poco de agua. Repetimos el proceso de secado y las colocamos en un nuevo recipiente, que cubrimos con abundante aceite de oliva virgen. Es conveniente consumirlas en un par de semanas.



