
Por Santiago Jordi, elaborador y vicepresidente de la Unión Internacional de Enólogos
Justo ahora que nos encontramos en vendimia, se vuelve a poner de manifiesto la relevancia de la labor, ilusión y buen hacer de todos aquellos que, durante el año, trabajan la viña y se esfuerzan con esmero y extremo cuidado para que el mosto acabe convirtiéndose en el mejor vino posible.
En este sentido, entre la prensa especializada, cada vez es más recurrente el término “viñador/a” que, recogido por el Diccionario de la Real Academia Española, define a aquella persona que se dedica al cultivo y guarda de la viña. Y dentro de este tipo de prensa, a la que admiro y respeto, hay quien aplica este término a personas que, sin ser muchas veces profesionales en la materia, cuida de sus viñedos y elabora vinos aludiendo a mensajes tan manidos como el del terruño, las variedades autóctonas, la tipicidad o la sostenibilidad vitícola. Se trata de descripciones que, a los que realmente nos dedicamos con pasión y amor a la viña, nos deja un cierto regusto agrio de sensacionalismo barato y rancio del que ya estamos cansados. Y lo estamos porque un viñador no es solo aquel que cultiva una variedad minoritaria, ara con un burro o hace –y no elabora con conocimiento- un vino bajo el influjo de la luna llena. Hay mucho más tras este concepto.
Si fuera tan sencillo, ¿acaso nuestros antepasados, tal y como señala nuestro Diccionario, no habrían sido los auténticos viñadores? ¿No serían viñadores esos otros viticultores que se levantan todos los días para cuidar de un pequeño minifundio en Valdeorras o trescientas hectáreas mecanizadas en Valdepeñas? ¿O no son viñadores los miembros de esa familia que cuida de su pequeña parcela durante los fines de semana y elabora dos barricas para consumo doméstico? Por favor, no confundamos más al consumidor ni apliquemos términos que ya están perfectamente definidos tan alegremente.
Cambiando de tercio, aunque también ahondando en la grave crisis de identidad que atraviesa el sector debido a la falta de transmisión de cultura y valores a las futuras generaciones –algo de lo que todos deberíamos sentirnos responsables- quiero resaltar la hipocresía y miseria de algunas administraciones y determinados políticos que pretenden vender su cara más solidaria a través de ayudas no efectivas a nuestro sector con el único fin de que trasciendan a la opinión pública.
Lo cierto es que, en Bruselas –que es donde se negocia y se miden las fuerzas e intereses de todo el sistema de producción agrario de cada país miembro- existen otros vectores imparables y de fuerza mayor que se dirigen desde órbitas superiores y que, claramente, obedeciendo a otros tipos de intereses cruzados, no conciben el vino como lo que siempre ha sido y sigue siendo: un alimento milenario de la cuenca mediterránea con multitud de beneficios para la salud siempre que su consumo se produzca en un marco sociocultural moderado.
Permanezco expectante e incrédulo ante la nueva ley que se está intentando aprobar –y que finalmente saldrá adelante- por la que Europa mostrará en las contraetiquetas de los vinos imágenes que reflejen los daños que puede llegar a producir en los órganos vitales un consumo desorbitado de alcohol, de forma similar a como aparecen en el tabaco. Sin duda, será la puntilla para un sector ya de por sí castigado y condenado a muerte desde hace muchos años frente a la pasividad de administraciones y sectoriales.
Me temo por tanto, basándome en mi propia experiencia en el mundo del vino, que esto no será más que otra moda creada necesariamente por los mismos operadores del sector como herramienta de venta de producto en muchas vertientes a corto plazo. Ya he visto pasar muchas modas y tendencias, creadas a lo largo de la cadena del vino que, si bien satisfacen instantáneamente a unos pocos interesados, finalmente dejan muchos cadáveres a lo largo del camino.