Por Jesús Rivasés. Columnista, tertuliano y escritor
Thomas M. Wilson es un antropólogo de la Universidad de Nueva York y estudioso del vino que afirma que “en esencia, beber es en sí mismo cultural”. Lo explica en un libro que se titula Drinking Cultures –Culturas del vino-, pendiente de traducir, aunque es ya de 2005. Lo cita Edward Slingerland, sinólogo y filósofo canadiense-estadounidense, profesor de Filosofía en la Universidad de Columbia Británica, y especialista en Estudios Asiáticos. Además, es autor de un libro fascinante, que acaba de traducir al castellano Verónica Puertollano y publicar la editorial Deusto.
Lleva por título una sola palabra: Borrachos y como subtítulo “Cómo bebimos, bailamos y tropezamos en nuestro camino hacia la civilización”. El diario económico The Wall Street Journal lo calificó de “absorbente” por su descripción de cómo las sociedades humanas han sido moldeadas “positivamente” por el alcohol, lo que no impide, como reconoce el autor, que también tenga sus peligros en caso de excesos. Edward Slingerland recuerda la antigüedad del alcohol como bebida y su importancia en la mayoría de las sociedades. Cita la historia de una talla de veinte mil años de antigüedad hallada en el sudoeste de Francia, en la que se ve a una mujer –posiblemente una diosa de la fecundidad- llevándose un cuerno a la boca.
“Está bebiendo algo –escribe el autor-, y es difícil creer que sea solo agua”. Slingerland se hace la pregunta de ¿por qué los seres humanos han recurrido desde siempre a sustancias alteradoras de la conciencia? Tras un trabajo titánico de erudición interdisciplinar, llega a una conclusión: el gusto de los hombres por los “intoxicantes químicos” no solo no es un error evolutivo, sino que el “estar colocado” –con moderación, claro- ayuda a resolver toda una serie de desafíos característicos de los humanos. También mejora la creatividad, alivia el estrés, genera confianza y permite el milagro de que los primates, ferozmente tribales, cooperen con extraños, la famosa “exaltación de la amistad”. Slingerland, de hecho, opina que, de vez en cuando, puede ser interesante “agarrarse una buena cogorza”.
Borrachos es un libro divertido y sorprendente, pero también exigente. No se trata de una colección de anécdotas, sino de una investigación rigurosa del origen, las causas y las consecuencias de lo que el autor, técnicamente, llama “intoxicaciones”, pero que son las melopeas de toda la vida. Slingerland demuestra que todas las sociedades que han hecho tabú del alcohol –en la mayoría de los casos por razones religiosas- tienen sus sustitutos para alcanzar estados de intoxicación equivalentes y con efectos más o menos dañinos según los casos. Los opiáceos son el ejemplo más simple y más extendido, pero hay otros. Sus tesis pueden ser escandalosas, pero también explican muchas cosas. “El deseo de emborracharse –escribe-, junto con los beneficios personales y sociales que procura la ebriedad, fue un factor crucial para desencadenar el auge de las primeras sociedades a gran escala. No podríamos haber tenido civilización sin la intoxicación”, es decir, sin el vino. El autor es consciente de los peligros del exceso del alcohol y de los trastornos para la salud que puede conllevar.
Advierte, por supuesto, sobre la mayoría de ellos, pero también concluye que esos efectos perjudiciales no justificarían en ningún caso que se prescinda del alcohol. Puesto todo en una balanza, el autor está convencido de que, en la historia, el alcohol ha tenido efectos más beneficiosos que perjudiciales para el desarrollo humano. Lo dicho, una lectura muy interesante, esta vez también en castellano, algo que hay que aprovechar y, al final de la lectura, brindar por el autor, por el libro y por lo que sea.