Por Vanesa Viñolo
Legiruela, Forcada, Mizancho, Jeromo, Cenicienta, Puesta en Cruz... Son los nombres tras los que se esconden ancestrales variedades que cayeron en el olvido, absorbidas por el ciclón de la uniformidad y las modas. Arrinconadas en una esquinita del viñedo o mezcladas entre otras más carismáticas, muchas de ellas abandonadas hasta que ya no se supo su identidad... Han sido durante muchos años los “patitos feos” de la viña, porque eran menos cómodas, menos productivas, no era lo que “se demandaba”, maduraban más lentamente, no tenían mucho color o grado alcohólico... Y sin embargo y por todo ello precisamente, son un tesoro, las guardianas de nuestra riqueza varietal. Y quién sabe si la llave maestra de nuestro futuro, ahora que la emergencia climática llama con fuerza a nuestra puerta.
De la riqueza genética al Cambio Climático
Cuando a mediados de los 80, principios de los 90, hubo un boom de plantaciones nuevas y el arranque de mucha viña, unos pocos investigadores y enólogos comenzaron a temer que se perdieran variedades locales antiguas en pro de uvas más populares. Era imprescindible preservarlas, ya que contenían un material genético único que podía ser indispensable en el futuro. Y es que no hay que olvidar que, aunque en el mundo existen 6.154 variedades de uva de vinificación -datos de la OIV-, solo unas 40 variedades concentran el 80% de los vinos embotellados en el mundo. En España, por ejemplo, solo dos variedades, Tempranillo y Airén, ocupan el 44 % de la superficie vitícola. Una homogenización que, sin duda, limita y empobrece el mundo del vino. El trabajo ha ido floreciendo, sobre todo desde principios de los 2000, en un lento proceso de caracterización y experimentación que ahora está dando maravillosos frutos en forma de vinos auténticos, con identidad. Y es que estos aventureros de viñas perdidas, algunas casi extintas, no solo han conseguido llenar su “Arca de Noé”, sino que han devuelto a la luz unos perfiles de vinos diferentes, personales, únicos, con un enorme potencial.
Con su recuperación ha nacido una nueva “vieja” casta: fruto de unas uvas que han sobrevivido a la evolución y adaptación de la viña a un territorio concreto durante miles de años. Una (r)evolución silenciosa, que las mejoró, las hizo más fuertes, pero a las que la “globalización” había condenado a la desaparición. Ahora nos toca iluminarlas y descubrir estos vinos en los que el terruño y la tradición del territorio hablan alto y claro, con una voz fresca y propia y que, no sabemos aún si a solas o en compañía de otras uvas, van a hacerse escuchar. Y es que cada vez es más patente que el camino del vino español pasa por hacer vinos que reflejen su tierra, su paisaje, su entorno, teniendo en cuenta nuestra cultura, folclore, tradición. Ahora, más que nunca. Y es que la apuesta que se está realizando por los vinos de pueblo, de villa, de viñedo, solo puede tener cabida dentro de un entorno varietal de riqueza genética autóctona.
Investigar para preservar: Del I+D a la comercialización
Aunque ahora ya formen parte de nuestro “día a día” vinícola, no hay que olvidar que variedades como el Albillo de Gredos o el Caíño gallego no hace mucho eran variedades minoritarias en peligro de extinción. Así nos lo recuerda Félix Cabello, director de la Colección de Vides de Finca El Encín, una parcela de 10 hectáreas donde cultivan en ecológico casi 1200 variedades de uvas de vinificación y otras tantas de uvas de mesa y de vides silvestres. Un proyecto colaborativo con todas las Comunidades Autónomas que nace en 2001 de la mano de Fernando Martínez de Toda, catedrático de viticultura en La Rioja, y que más tarde retoma Félix. Entre ellas, unas 95 son nuevas variedades, y 48 son variedades minoritarias que existen pero que no se cultivan. “De las que estoy más orgulloso a la hora de las variedades minoritarias que hemos recuperado -nos señala- sería de la recuperación de la Moscatel de grano menudo, la Albillo de Gredos (que es la Albillo Real) y la Maturana Tinta. También del Graciano, que era un clásico pero que estaba prácticamente desaparecida.Esperamos que dentro de poco no tengamos que recuperar la Pedro Ximénez, que es una variedad que va en picado. Es la variedad que más superficie de cultivo ha perdido en España y que ha sido sustituida por olivar. Los Pedro Ximénez de Montilla prácticamente han desaparecido”.
Conozcamos pues las “bambalinas”, el proceso mediante el que se encuentran, catalogan, replican y terminan convirtiéndose en vino estas variedades “robadas” al olvido. Un proceso extremadamente largo y costoso, como en el caso del viticultor y bodeguero riojano Juan Carlos Sancha, que pudo comercializar sus primeros vinos con variedades minoritarias en 2008, veinte años después de solicitar su reconocimiento.
Ello ha hecho que en muchas ocasiones se haya contado con un trabajo mixto entre organizaciones públicas y los viticultores o bodegas, para facilitar este complicado proceso. Tomemos pues como ejemplo el que se realizó en Castilla y León. En 2002 se pone en marcha un proyecto de cooperación entre agentes del sector vitivinícola y el ITACyL, mediante el que se busca, primero la homologación y caracterización de variedades minoritarias de vid de Castilla y León para posteriormente, desarrollar agronómica y enológicamente las mismas. Como nos comenta José Antonio Rubio Cano, jefe de unidad de cultivos leñosos y hortícolas de ITACyL, “los antecedentes de este proyecto los encontramos en los años 90, cuando se comienza una selección clonal y sanitaria de las variedades tradicionales castellanoleonesas, consiguiendo una colección de 30 variedades”. Pero no es hasta el 2002 cuando se organiza y se trabaja intensamente en todas las zonas, sobre todo en aquellas en las que el viñedo no había evolucionado tanto, como por ejemplo Arribes, el Bierzo, Tierra de León, Cebreros y Sierra de Salamanca. Zonas un poco más agrestes, de parcelitas pequeñas, muy viejas, donde fueron preguntando a los viticultores, a los técnicos de las asociaciones de vinos, quienes fueron guiándoles hacia aquellos “individuos” que, o bien eran conocidos por nombres peculiares, o incluso ni siquiera se sabía qué eran, descartando aquellos que procedían de otras zonas (del Levante, por ejemplo) y centrándose en las uvas locales minoritarias. Y aquí comenzó el otro trabajo: estudios ampelográficos y por microsatélite para saber los marcadores genéticos de cada uno y así continuar en busca de las más raras o no registradas. “ De mil individuos -nos señala Rubio Cano-, se cristalizaron ciento veinte nueve variedades distintas; muchas de ellas eran sinonimias de otras variedades, pero treinta son únicas y otras están cultivadas a muy pequeña escala”. Así hacen su pequeña gran colección varietal de rarezas en la Finca Zamadueña, preservando un material genético que se iba a perder al tratarse de viñas muy viejas o propiedad de personas mayores que pensaban arrancarlas. “Uno de nuestros trabajos- señala José Antonio- es además facilitar que el material de estas variedades esté controlado y sea de calidad, para que se transmita de manera controlada, ordenada. Ahora estamos inmersos en el proyecto de ver cómo evolucionan en diferentes ubicaciones, hacer vinificaciones un poco más grandes, como mínimo de 500 a 1000 litros para ver si el vino responde bien en condiciones más parecidas a las habituales comerciales... El estudio sigue”. Y es que no hay que olvidar que junto a custodiar la riqueza genética el otro gran objetivo es hacerlas viables, es decir, que puedan comercializarse. Es la otra parte del proceso, la que podríamos denominar “legal”. Para ello, aquellas que les resultan más interesantes se envían a la Oficina de Variedades, para que en un plazo de 4-5 años años las evalúen, injerten, describan, busquen en el banco de germoplasma y decidan finalmente si es una variedad “estable, distinta y homogénea”, lo que se traduce en estar aprobada para salir del “laboratorio” o no. Nueve variedades han sido reconocidas hasta el momento como variedades recuperadas. La primera en saltar a la palestra fue la Bruñal, en 2011, tras la que ha llegado el reconocimiento de la Gajo Arroba (la Cornifesto lusa), Mandón (la Garro o Mandó catalanas) , las únicas Tinto Jeromo y Estaladiña, la Puesta en Cruz (que es la Rabigato portuguesa), la Negro Saurí y la Bastardillo Chico (que son la Merenzao) y la más reciente, en 2020, la Rufete Serrano (que es la Perpiñán de Portalegre). Aún en proceso de evaluación encontramos la Cenicienta, Áurea, Negreda, Verdejo Colorao y Puesto Mayor. Una vez legalizadas ,algunas de ellas ya han sido incluso admitidas por su correspondiente Consejo Regulador, como por ejemplo la Estaladiña en el Bierzo y en Arribes la Bruñal y Puesta en Cruz, Tinto Jeromo y Mandón.
Un proceso muy similar se realizó también en Castilla La Mancha, donde el IVICAM ha recuperado 4 variedades de vid ‘olvidadas’: Moribel, Albilla Dorada, Tinto Fragoso y Mizancho.
Las uvas ancestrales de Torres
Pioneros en esta apuesta, hace ya cuarenta años desde que la Familia Torres puso en marcha su proyecto de recuperación de variedades que se creían extinguidas por la filoxera, proyecto con el que han descubierto hasta la actualidad más de 50 variedades, de las cuales 6 tienen gran interés enológico y capacidad para adaptarse al cambio climático.
La idea surge en los 80, cuando Miguel A. Torres, cuarta generación, retoma la teoría del Profesor Boubals - eminencia en viticultura y profesor suyo en la Universidad de Montpelier- de que seguramente podían encontrarse, en algún lugar, viejas cepas supervivientes a la filoxera. Así, junto con el entonces jefe de viticultura Miquel Porta, empiezan a buscar estar viejas cepas a través de un llamamiento a los agricultores en medios locales y comarcales, para que, si encontraban cepas que no sabían identificar, les llamaran. El primer hallazgo fue en las terrazas del Garraf. Se trataba de una variedad desconocida que se reconoció como Garró, uva que se decidió plantar en la Conca de Barberà y que se incorporó a la primera añada del Grans Muralles en 1996. En 1998 se descubrió una segunda variedad, Querol. Actualmente la bodega ha logrado rastrear y recuperar más de 50 variedades catalanas desconocidas que consiguieron sobrevivir a la filoxera y habían sido casi olvidadas, de las que al menos seis tienen gran interés enológico –autorizadas por el Ministerio de Agricultura–, dada su resistencia a las altas temperaturas y a la sequía, lo que las hace especialmente interesantes ante el cambio climático.
Luis Cañas y la madre de nuestra uva reina
La Familia Luis Cañas, con la colaboración del Instituto de Ciencias de la Vid y del Vino de Logroño, realizó en el 2016 un hallazgo esencial en sus viñas para conocer nuestra historia: cepas de algunas de las variedades de uva que se plantaban en la comarca de Rioja Alavesa en tiempos pre-filoxéricos, o en los primerísimos años del s. XX. Este proyecto de identificación y recuperación varietal culminó en el 2021 con la plantación de un viñedo experimental de conservación de germoplasma.
Entre estas variedades ancestrales, destaca la Benedicto, la madre de nuestra Tempranillo, que además de contar con una gran importancia histórica ,tiene un gran potencial enológico y vitícola. De ella se conocía la existencia de alguna cepa aislada en Madrid, Aragón y Navarra, pero la bodega Luis Cañas ha podido localizar 37 cepas hasta ahora, distribuidas en una veintena de parcelas. Con la cosecha 2019 se han elaborado las primeras 17 botellas de « Benedicto ». Quizá las primeras en toda su historia, ya que esta uva solía mezclarse con otras y sería muy extraño que se hubiera elaborado algún monovarietal con ella. Muy recientemente también han encontrado algunas cepas de Benedicto en sus viñedos viejos de La Aguilera, en su bodega ribereña Dominio de Cair.
Vitis Navarra: en lucha contra la erosión genética
Este vivero navarro, encabezado por su director Rafa García, está llevando a cabo un espectacular trabajo estableciendo campos de germoplasma, en los que conservar y estudiar las variables (Clones) dentro de cada variedad autóctona española. Un banco de germoplasma, nos explica García, “es una plantación pequeñita donde hay muchos individuos distintos. Hacemos un muestreo aleatorio y vamos recuperando individuos y los vamos plantando en grupos de guarda de material vegetal, y así es como encontramos variedades que estaban ahí de siempre pero que pasaban desapercibidas porque no estaba de moda multiplicarlas”.
Así, como nos cuenta Rafa, han ido recopilando “patrimonio vegetal de zonas históricas, y haciendo bancos de fenotipos, de germoplasma, que sería un resumen de la variabilidad genética de cada zona”. Y en ese proceso de recuperación también van encontrando variedades antiguas o variedades en extinción o minoritarias, históricas, de las que buscan el ADN, las caracterizan y las plantan a parte en su finca de Basajaun (Ribera del Duero) para seguir estudiándolas, caracterizando cómo se comportan a nivel agrícola y a nivel enológico, aunque no tengan un potencial aparente ahora. “Imagina que tienes una Cariñena que no hace un gran vino pero que es muy resistente al oidio de forma natural, cuando el resto de Cariñenas son muy sensibles a esta enfermedad. Pues ahí tienes una forma de luchar contra él de forma natural, sin químicos”.
Los defectos que ahora son virtudes
La mayoría de estas variedades “apartadas” brotaban y maduraban más tarde que sus hermanas, se quedaban con mucha acidez o incluso no llegaban a completar el ciclo de maduración. Si a ello se le suma esa injusta mala fama de ser más proclives a las enfermedades (que salvo en casos puntuales como el de la Gajo Arroba que es muy sensible al oidio, no se correspondía con la realidad), el “cóctel del olvido” estaba servido. Pero todos esos “defectos” ahora son virtudes, una inmejorable arma contra el Cambio Climático, ofreciendo vinos más frescos, con un perfil diferente, que además de funcionar como acompañantes pueden tener incluso su propio espacio monovarietal, saturado de las uvas de siempre.
Como nos comenta Félix Cabello: “En lo que estamos trabajando es en dar diversidad al mundo del vino, salirnos del Verdejo - Tempranillo en España, pero sobre todo del Cabernet, del Syrah, del Chardonnay, a nivel mundial. Tratar de producir algo distinto que nos de una presencia en los mercados internacionales con personalidad y diferenciadora, de forma que nuestros viticultores y bodegueros tengan opciones para producir algo más interesante desde el punto de vista comercial. Queremos que el campo tenga más rentabilidad para que haya más agricultores y esa España vaciada de la que se habla no esté vacía sino que esté llena”. Así también piensa Rafa García de Vitis Navarra, que recalca la importancia de conservar este patrimonio “que es tan importante como una catedral (...) Llevamos cultivando la vid desde que llegaron los romanos. Las viñas que tenemos ahora proceden de esas viñas que hace dos mil años se cogieron de las salvajes que había en España y que se han ido domesticando durante estos dos milenios(...) Y además, cuanto más autóctono es un material menos tratamientos químicos necesita, son más sostenibles”.
Son dos mil años de prueba y error, con unas variedades únicas, adaptadas completamente a un lugar concreto. Un patrimonio que no solo debe preservarse, sino del que tenemos que sentirnos orgullosos y sacarle partido, como lo hacen zonas más estáticas, como Francia, Portugal o el Douro.
Es el momento de los “patitos feos”, en el que “los últimos sean los primeros”, ya que esas zonas en las que, por falta de recursos económicos se invirtió menos en agronomía, son las que han conservado más patrimonio, más riqueza y variabilidad genética. Apostemos por ellos, llenemos esa “España vaciada” con nuestras uvas perdidas y lancemos nuestra singularidad al mundo.