
Por Alberto Matos, Director Editorial de Vivir el Vino
El mundo vive momentos convulsos… ¿Y cuándo no? La sensación de crispación no se limita al ámbito geopolítico, con los conflictos entre Rusia y Ucrania, o entre Israel y Palestina, o entre otras tantas regiones que ni siquiera consiguen hacerse un hueco en los noticiarios occidentales...
La crispación también afecta al conjunto del sector agrícola, aunque solo la industria del aceite de oliva consiga acaparar los principales titulares. También está crispada la industria del vino, en buena parte como consecuencia de las tensiones internacionales. Pero no es ese el único motivo.
Al incremento de la inflación -y con él, del precio de insumos como la electricidad, el petróleo y los elementos proporcionados por la industria auxiliar- se suma el descenso del consumo generalizado de vino en el mundo, también en España, pese a que en el último periodo interanual a enero parezca haberse estabilizado.
Esta situación ya ha provocado el boicot, de momento puntual, a los vinos españoles en Francia, en cuya frontera grupos de viticultores y bodegueros, con el apoyo de las autoridades regionales, han derramado cisternas cargadas de producto nacional. En su defensa, los artífices de esta ilegalidad alegan que nuestros graneles -hoy con mucha mayor calidad que la que se enviaba hace unos años- están destruyendo sus explotaciones, en especial las del sureste francés, pues se compran a bajo coste y se venden a precios de allí.
El hecho de que Francia cuente con un exceso de producción, rescatado por las ayudas estatales, y de que nuestros vecinos acaben de arrebatar el primer puesto a Italia por los estragos que allí han ocasionado la sequía y las enfermedades fúngicas en sus viñedos no hace más que empeorar las cosas. Una sequía pertinaz que, por cierto, también afecta a otras partes del mundo como España.
Y este, entre todos los mencionados, quizá sea el problema con más difícil solución, más que nada por tratarse de una consecuencia de un cambio climático arrollador que ya no parece reversible. Principalmente porque ninguna de las cumbres internacionales que se han celebrado hasta la fecha ha alcanzado ningún acuerdo firme. Y si lo ha hecho, siempre ha habido alguien que no lo ha respetado.
Al sector del vino no le queda más que adaptarse. En España, algunas bodegas ya lo están haciendo, no las suficientes, desplazando o recuperando en esta tarea la tradición de plantar sus viñedos en cotas más elevadas, como las del Pirineo catalán, la sierra de Gredos, o el Sistema Central, por citar solo algunos ejemplos; o recuperando variedades de uvas autóctonas que han demostrado en muchos casos una mayor resiliencia a la falta de agua.
En otros países, los inconvenientes que aquí representan el aumento de las temperaturas suponen, por el contrario, una ventaja. Sin ir más lejos, Reino Unido espera duplicar su superficie de viñedo en la próxima década, gracias sobre todo al auge de sus vinos espumosos. Incluso lugares con nula o escasa tradición vitivinícola como Irlanda, Suecia, Noruega y Dinamarca están pasando de elaborar vinos de manera testimonial a hacerlo industrialmente.
Resulta paradójico que un sector como el del vino, adalid de la sostenibilidad, sea uno de los más afectados por el cambio climático. Lamentablemente, sus incuestionables esfuerzos, por sí solos, no resultan suficientes.
Como diría Darwin, no le queda otra que adaptarse si no quiere llegar a desaparecer en países como el nuestro, más climatológicamente vulnerables.