Por Alberto Saldón, director de marketing en Bodegas LAN, Grupo SOGRAPE España
Escribo estas líneas sobre la bocina del primer trimestre del año. Los primeros noventa días de 2024 han volado. Fugaces. Frenéticos. No sé ustedes pero yo ya he incumplido varios de los múltiples propósitos de año nuevo. Una vez más. El asueto de las vacaciones de Semana Santa me hace reflexionar sobre cómo podemos cambiar ciertos hábitos. Cómo podemos parar, detenernos, vaciar agendas y cumplir con unas expectativas más cabales. Simplificar. Elegir. Y aceptar.
El entorno no ayuda. En lo profesional todos queremos lo mejor. Crecer, cumplir objetivos, progresar. En lo individual, el listón cada vez está más alto. Autoexigencia, inmediatez y multitarea. Y además, con el ranking de las redes sociales como juez severo.
Parece una escena de “Todo a la vez en todas partes”. Del VUCA al BANI, el triple tirabuzón de la vida. Y digo esto, no porque busque diván en esta tribuna, sino porque cada vez tengo más claro que esta espiral en la que vivimos es la misma en la que hemos metido al vino.
Llevamos años anunciando la tormenta perfecta en el sector, ese elefante que está en la sala pero que la mayoría ignoramos. Seguimos dando las mismas respuestas de esnobismo y parafernalia a un contexto cada vez más difícil que demanda alternativas más eficientes o al menos sencillas y efectivas. Hemos añadido capas de complejidad vacuas. Nos hemos pasado de frenada.
El artificio se ha comido a la autenticidad y nos hemos olvidado de que hacemos vinos para que la gente, el consumidor, los disfrute. Sin más. El terroir, las elaboraciones ultraprecisas, los vinos extraordinariamente complejos… Todo ha creado un halo tan exigente que hemos agotado al consumidor antes de descorchar la botella.
Y como la vida ya es increíblemente compleja, han decidido simplificar y elegir otros caminos para quitarse la sed sin que nadie les juzge. Hemos creado un muro de conocimiento que ha derrumbado un acerbo cultural que ponía al vino en la vida cotidiana. Sin copas Zalto, en porrón, o en zuritos de Duralex, pero que ponía al vino encima de la mesa. Sin WSET, sin sesudas características organolepticas pero con tragos largos que bajan botellas y animaban almuerzos, cenas y diferentes reuniones familiares.
Y no, no entiendan esto como una oda al beber. O a simplificar el vino, que no es un producto sencillo. Entiendan este comentario, como un necesario propósito de enmienda de nuestra industria por seguir haciendo grandes vinos pero tratando de no maquillarlos con storytellings demasiado ornamentales y exigentes que alejan a las nuevas generaciones del vino y que cortan por lo sano la raigambre cultural del vino con la gastronomía, con la vida mediterránea, con la amistad y con un estilo de vida que tenía al vino como un lubricante social que ayuda a pasar mejores ratos en este valle de lágrimas que es la vida.
Tenemos que recalcular la ruta. Estar a la altura, pensar en las personas, y saber compartir, transmitir y difundir con sencillez lo extraordinario de nuestra inmensa cultura vitivinícola.