Por Santiago Jordi, elaborador y presidente de la Unión Internacional de Enólogos
Parece que administraciones y políticos se han confabulado para lanzar el mensaje de que, para la próxima vendimia, nuestras bodegas estarán vacías. Y parece también que se olvidan de que las existencias apenas superan los 50 millones de hectolitros, y que la situación volverá a ser crítica en la próxima cosecha. Porque si bien llovió en Semana Santa, todavía no sabemos con qué cuantía y calidad nos encontraremos.
No podemos obviar que partimos de unas producciones mínimas históricas jamás conocidas hasta ahora, reducidas principalmente por la pertinaz sequía que venimos sufriendo desde los últimos años. Si a esto añadimos medidas como las vendimias en verde, cuyo objetivo no es otro que reducir aún más las producciones, resulta inevitable pensar en algún tipo de plan a futuro, cuanto menos, poco transparente.
El viñedo europeo no deja de perder superficie, los derechos de plantación no están vigentes y solo se autorizan ciertos tipos de ayudas a la reestructuración. Con estas variables en juego, el horizonte no se presenta nada alentador. Por el contrario, todo parece indicar que nos encaminamos hacia una desertización de los cultivos, que consecuentemente llega aparejada a la despoblación del medio rural y a la pérdida de renta agraria en todas aquellas zonas en las que el viñedo forma parte del paisaje y del ecosistema.
Todo ello con el agravante de los conflictos geopolíticos que marcan la actualidad en el mundo, sobre todo en Europa, donde la invasión de Ucrania por parte de Rusia ha disparado los precios de los materiales de producción mientras que la renta per cápita casi no ha experimentado incremento alguno.
A este cóctel de infortunios se suma otro ingrediente, el de un consumo decreciente que, aparentemente responde a una situación económica y financiera global que podría llegar a justificarse porque el vino no es un producto de primera necesidad, pero que en realidad podría ser el resultado de una estrategia perfectamente diseñada que se escapa a nuestro conocimiento.
Recordemos que el vino ya no está considerado un alimento por parte de diferentes organismos de la Unión Europea, que parecen empeñados en tratarlo como una de las drogas blandas más consumidas, como así ponen de manifiesto determinados mensajes que no solo lo equiparan con los destilados, pese a su menor contenido alcohólico, sino que, lo que es peor, recuerdan a los que definen al tabaco.Unos mensajes que impactan de lleno sobre las generaciones más jóvenes que, muy concienciadas con la salud, interpretan el vino prescindiendo de los valores culturales y sociales que sí le atribuimos las generaciones anteriores.
Todas estas variables nos sitúan frente a un futuro incierto para el sector industrial bodeguero, que debe prepararse desde ya para reestructurar su potencial de producción con el fin de evitar mayores desastres en sus cuentas de resultados. Un futuro que a corto y medio plazo anuncia viento de marejada en el tejido productivo bodeguero, que no tendrá más remedio que adaptarse a la nueva situación.