
Hoy en día, cuando pensamos en un vino, siempre lo imaginamos dentro de una botella. Pero no siempre ha sido así. Primero se descubrió el vino, y por casualidad, con el tiempo, se empezó a embotellar, sobre todo para hacer más cómodo su almacenamiento y transporte y, en menor medida, para su conservación.
Dicen que fue un cortesano inglés el primero que decidió embotellar este producto. Lo hizo en una botella de cuello alargado y hombros caídos. Para taparla utilizó un tapón de madera y para evitar que el tapón se cayera se rodeaba con una cuerda. Por eso el cuello de la botella tenía (y por tradición sigue teniendo) un anillo más ancho al final. Esto sucedía a principios del siglo XVIII.
Otros autores defienden que la botella fue utilizada en nuestro continente con anterioridad, desde el s. XV. Con el tiempo se descubrió que la botella confería al vino una evolución distinta, ya que reduce los sabores afrutados pero, la falta de oxígeno, hace que el vino evolucione y lleguen aromas terciarios como caza y cueros curtidos, entre otros.
Los colores tienen como principal objetivo preservar el vino de la luz. Cuanto mayor sea el tiempo que va a permanecer el vino en ella más oscuro será el color.
Existe una gran variedad de tamaños, además del habitual de 75 cl y el cada vez más extendido de 50 cl Así podemos encontrar el Mágnum (1,5 l), Jeroboam (3 l), Mathusalem (6 l) o el impresionante Salomón, con una capacidad de 18 l.