
Por Jorge Hernández Alonso | @chefkoketo
Las gachas de almorta (farinetes) son herederas de siglos de historia, traídas de una época arcaica, cuando no se consumía pan, sino pults. Podría ser anterior, pero no existen documentos ni escritos que lo atestigüen. Este guiso romano derivó en las famosas polentas y nuestras gachas.
El pults fue la base de la alimentación de la población latina, que evolucionó tanto en sus ingredientes (cebada y avena dieron paso al chícharo o guija), como en sabores (dulce a salado y viceversa). Así llegó a nuestra Península, con el nombre de “puches“, sinónimo de gachas y asociado a su versión dulce. Pero no fue hasta llegar a la zona central cuando se consiguió expresar como la conocemos actualmente.
Viandas cervantinas del pueblo llano en esencia pura. Pero, ¿qué sería de la gastronomía castellanomanchega sin sus “platos pobres“? De todos ellos, las gachas, son sin duda, el mayor exponente, y solo comparten hegemonía con las afamadas migas. Un alimento recio, para algunos incluso grosero, graso, de contundente talante e intenso sabor que tiene un lugar destacado en la cocina popular y, que, salvo excepciones, ha quedado guardado en el cajón del olvido. Pero, es cierto que hay motivos sobrados para ello, no solo es una cuestión de moda o tendencia, también de salud.
Las gachas de almorta han sido consumidas en todo el mundo como un alimento de subsistencia y salvación durante tiempos de escasez y penurias. Allá por el año 1811, en plena guerra de la Independencia, y durante la guerra fratricida de 1936, fueron esenciales para calmar el hambre.
Tiempos de infinita pobreza y desbordante carestía que fueron sobrellevados por esta leguminosa de alto aporte calórico pero de escaso valor económico. Además, su capacidad asombrosa de crecimiento en terrenos casi estériles y condiciones climáticas adversas, lo convirtió en un regalo para el pueblo, en el nuevo maná divino. Sin embargo, su fortaleza tenía cierto lado oscuro, como los siths.
Los motivos del olvido de la almorta
En la evolución de la alimentación humana se han producido hitos de gran relevancia. Los alimentos inicialmente eran considerados un combustible, algo necesario para la vida, sin más. Posteriormente, la sociedad comenzó a apreciar en la comida una fuente placer. Una gazuza que aportaba sensaciones más allá de la necesidad y convirtiendo así el apetito en deseo. Aproximándonos en el tiempo, se podría decir que la alimentación se ha convertido en medicamento, haciendo actual la frase de Hipócrates: “Que tu medicina sea tu alimento, y el alimento tu medicina”. Claro está que esto solo ocurre en sociedades con gran desarrollo y cierta riqueza.
Pero hemos dado un paso más. Ahora la comida es algo que debe prevenir carencias o enfermedades y, fruto de todo ello, es la aparición de los mal llamados “superalimentos”, los “détox”, “depuradores”… Así pues, hemos pasado de la necesidad al deseo, del deseo a la curación y de la curación, a la prevención.
Sin embargo, nuestras gachas de almorta se quedaron en un primer paso, no tienen cabida en los hábitos alimenticios actuales (no despierta el deseo, no sana y mucho menos previene). Si bien, los nostálgicos como yo, lo valoramos como un auténtico placer pese a su grasa, su valor hipercalórico y cierto paladar tosco que despierta sentimientos. La otra razón es mucho más importante. Si bien apenas hallamos chefs, nutricionistas, gastrónomos o foodies que conozcan este hecho. Aquel alimento que salvó a generaciones de famélicos es, además, la causante de la muerte para unos pocos. Hay quien incluso la ha clasificado como “el veneno que llegó con el hambre”.
Aunque no puede considerarse una epidemia, ya que afectó a un 4% de la población consumidora, lo que posiblemente indica un factor genético necesario para el desencadenante. Tras la Guerra Civil, se descubrió en 1941 que existía una relación directa entre su consumo y una enfermedad que se bautizó como “latirismo” (son dos enfermedades el neurolatirismo y el osteolatirismo) que afectaba al sistema neurológico y se manifestaba con síntomas como la parálisis de las extremidades inferiores, y la degeneración de huesos y cartílagos.
Finalmente, se detectó que la almorta contenía cierta neurotoxina que, al ser consumida de forma habitual (y esta es la clave), provocaba este mal. Así que, pese a ser un alimento fomentado por el propio régimen fue finalmente prohibido para el consumo hasta 2018.
Hace apenas un año, la Agencia de Seguridad Alimenticia y Nutrición volvió a cambiar la ley y lo consideró como “apto para el consumo”. Sin duda, un factor decisivo para esta modificación fue la presión del sector agrícola en Castilla-La Mancha. Sin embargo, y pese a la prohibición expresa de las autoridades, la venta de harinas de almorta se mantuvo durante la ley seca. Como siempre, la picaresca no tiene límite y se podía encontrar bajo el precepto de “pienso para animales”. Algunos amigos albaceteños acudían a los supermercados sin entender por qué su harina de almorta estaba entre las galletas de perros y las latas para los gatejos.
Afortunadamente, en el año 2000, diversos científicos han desarrollado un híbrido, a partir de la almorta, que minimiza el componente neurotóxico, independientemente de la frecuencia en su consumo. No me resisto a comentar que la almorta no es la única legumbre que contiene principios neurotóxicos. Otras como las habas, la soja o los altramuces pueden provocar una enfermedad conocida como “fabitis” si se consumen excesivamente.
Las gachas podrían derivar etimológicamente de un pinball de diferentes culturas. Un ir y venir que nacería en el dialecto acadio de los asirios. Concretamente, su término “Kukkub” pasó al griego como “Kákabos“, al castellano como “Caldera” y al latín como“Cacculus” (¡por cierto, qué mal suena!). Finalmente pasó a llamarse “cacho“. Como ocurre con otras palabras latinas con “c” y la “g” aparecería como “gacho“, por su similitud fonética. Otra de las posibles explicaciones es la que se inicia en el concepto latino “coacta”, que hace referencia a la textura de la masa, pues significa “coagulada”, aunque de “coacta” a gacha parece existir un gran paso y no solo fonético.
Dicho lo dicho… eres libre de sustituir la harina de almorta por otra como garbanzos, avena, arroz o trigo sarraceno (alforfón). La porción está por debajo de la cantidad indicada de riesgo.
- 60 g de harina de almorta
- 1 litro de agua
- 10 ml de aceite de oliva virgen extra
- 15 g de pimentón de la Vera agridulce
- 250 g de panceta ibérica
- 30 g de chorizo para freír
- 3 dientes de ajos
- Sal al gusto
En una cazuela de barro freímos la panceta y el chorizo en trozos. Reservamos la carne y dejamos la grasa para freír los ajos. Retiramos los dientes y añadimos el pimentón, que removemos unos segundos. Con el fuego bajo, sumamos la harina y se deja cocinar lentamente, removiendo con una cuchara de madera unos minutos. Añadimos el agua y rectificamos de sal. Mantenemos en el fuego hasta que la mezcla se espese. Comprobaremos que la grasa aparece en la parte superior. Reintegramos a las gachas la panceta y el chorizo. ¡Listo!



