Por Alberto Matos
Un estudio realizado por la Universidad de Barcelona con la financiación de la Fundación para la Cultura del Vino desvelaba a finales de 2005 que las ánforas con las que Tutankamón había sido enterrado para su disfrute en la otra vida habrían contenido vino. Y no solo eso, también reveló que aquel vino había sido tinto.
Un dato que hasta entonces se desconocía, pues si bien los recipientes estaban cuidadosamente etiquetados con el nombre del producto, el año de producción, la procedencia e, incluso, el nombre del elaborador, el color no aparecía mencionado en ninguna parte. Un análisis exhaustivo de las trazas residuales del interior de tres ánforas, custodiadas por el Museo Británico y el Museo Egipcio de El Cairo, descubrió la presencia de Malvidin-3-glucósido, la molécula responsable del color del vino tinto, acabando así con el misterio.
El misticismo de aquellos vinos se extiende hasta nuestros días. Sin ir más lejos, el productor canadiense Stephen Cipes es propietario de Summerhill, una bodega que adopta la forma de la Gran Pirámide de Guiza. Según asegura, esta forma geométrica aporta mejores cualidades organolépticas a sus vinos.