Por Santiago Jordi, elaborador y presidente de la Unión Internacional de Enólogos
Nos seguimos enfrentado a un decenio realmente complicado, en el que, lejos de encontrar horizontes de esperanza, vemos acercarse tiempos complicados en los que, mucho me temo, los ciudadanos tendremos que pagar las consecuencias de la crisis post COVID, y sobre todo, de la inflación de precios y de mercados asolados por la crisis energética y la guerra entre Rusia y Ucrania.
Centrándonos en el sector vitivinícola, los cantos de sirena que escuchábamos durante el cuajado de racimos, cuando presagiábamos, como poco, una estimación de cosecha parecida a la anterior, se esfuman ante las incesantes olas de calor que han azotado gran parte del territorio productivo vitícola durante los meses de julio y agosto, mermando las producciones en muchas zonas hasta alrededor del 50%.
El cambio climático es una realidad presente, no podemos solo centrarnos en el dato genérico de la subida paulatina de temperatura en los próximos años o en la desglaciación de los polos como consecuencia directa. Además de los cuantiosos costes de inversión para adecuar nuestro viñedo para que sea más rentable y competitivo, la escasez natural de recursos hídricos durante la fase de latencia del viñedo es un factor limitante ante el cual poco podemos hacer. A ello hay que sumarle otros factores externos climáticos importantes, a los que desgraciadamente nos estamos acostumbrando, tales como la gota fría, cuyas torrenciales precipitaciones lejos de penetrar en nuestros suelos y cubrir las necesidades hídricas de nuestros cultivos, rompen todo a su paso y forman escorrentías debido a su velocidad, erosionando la composición y estructuras de los soportes geológicos y edáficos, y perjudicando la fertilidad y supervivencia de los mismos. Los fenómenos de convección y presión provocan también fuertes vectores en la fuerza del viento en forma de tornados y fenómenos de pedriscos, produciendo daños irreparables a nuestros cultivos. Esta normalización del caos en nuestro sistema de producción provocará que países como el nuestro pierdan competitividad, tanto en cantidad como en calidad.
En general, este daño lo sufre todo el planeta, pero en función de determinados aspectos como la ubicación pero, sobre todo, contando con la posibilidad de corregir a futuro (punto en el que las administraciones y la concienciación ciudadana tienen mucho que decir), algunas zonas resultarán más perjudicadas que otras. Ante esta debacle que tenemos ya presente, abogo e invito al consumo responsable de buen vino, del que realmente os apetezca y os satisfaga en cada momento, ya que me temo que, como traducción a esta sucesión de problemas citados, será al ciudadano al que le repercuta en su bolsillo. Y ello me hace temer que, de esta forma, al no ser el vino un alimento de primera necesidad, se restrinja en el consumo social.
Sin embargo, y como ya hicimos en una época trascendente en la historia como fue la del reclutamiento doméstico obligatorio durante la COVID-19, recordemos que, como nos lo indican nuestros especialistas, uno de los efectos del vino, además del disfrute social y hedonista, es el de la liberación de las endorfinas, lo que nos hace soliviantar nuestros problemas cotidianos y aumentar la sensación de placer. Eso sí, siempre con moderación, para un disfrute racional y holístico.