Por Santiago Jordi, elaborador y presidente de la Federación Española de Asociaciones de Enólogos
Muchas veces pienso que cuanto más sé –o creo saber- sobre determinados aspectos del mundo del vino, menos cosas me gustaría saber, porque cada vez las entiendo menos. No entiendo que instituciones y organismos lleven años tomando decisiones en contra de nuestro sector. Tampoco entiendo que no se esté haciendo lo suficiente para amortiguar la caída del consumo que estamos registrando y que continuará con las siguientes generaciones. Y mucho menos entiendo que sigamos cometiendo los mismos errores que ya cometíamos a finales del siglo pasado, cuando determinadas zonas productoras en alza y en pleno esplendor se empeñaban en categorizar y clasificar el vino como si de un producto exclusivo y no apto para todos los consumidores se tratara.
Afortunadamente, hoy el vino español no solo se conoce por los graneles de Extremadura y Castilla-La Mancha. O por los embotellados de calidad de Ribera del Duero, Rioja o Cava. Sin olvidarnos, obviamente, de la magnificencia de los vinos de Jerez. La riqueza varietal, edafológica y climática que abunda en nuestra nación ha despertado en el nuevo enófilo su curiosidad por otras zonas productoras, que ofrecen vinos con caracteres sensoriales diferentes que llegan a emocionar.
En este sentido, lo que realmente me molesta es el afán de determinados influyentes y líderes de opinión que pretenden influenciar a la opinión pública y ensalzar los vinos atlánticos en detrimento de los mediterráneos. Tan solo es un ejemplo entre los miles que podemos encontrar cuando nos ponemos a leer
sus opiniones en la red o en la prensa escrita. Y es en este punto donde estamos repitiendo el mismo error de antaño.
El deber de los comunicadores, entre los cuales me incluyo, no es otro que el de explicar las bondades de un producto transformado que, procedente de una materia prima, está definido por la influencia de muchos factores. Un conjunto que nos hace sentir y conocer de alguna manera su lugar de origen. Nuestro deber no es faltar a la verdad o desprestigiar, entre otras cosas, las variedades, los métodos de elaboración o el origen de otros vinos para tratar de vender las bondades del nuestro, algo que no hace la cerveza.
Desde el punto de vista del marketing y la comunicación, el sector cervecero siempre ha estado muy por delante del vinícola. Históricamente, la industria cervecera ha estado protagonizada en España por las grandes marcas que todos conocemos, con unos estilos muy bien definidos.
Más recientemente surgían las microcerveceras, que elaboran multitud de recetas artesanales de diferentes tipologías y formas de entenderlas. El consumidor, aunque sea en un porcentaje mínimo, ha aprendido a valorar esa variedad, hasta el punto de que las grandes marcas están reflejándola en su portfolio comercial para acercarla al gran consumo de una forma más industrializada.
Parece que los directivos de estos buques insignia, productores en un principio de las cervezas típicas lager o ale que todos conocemos, lejos de espantarse y manifestarse contra esa tendencia, han decidido adaptarse y apuntarse a la nueva moda.
Más que nada porque saben que una buena proporción de las nuevas generaciones que comiencen a consumir las cervezas artesanales de toda la vida acabarán bebiendo las diferentes tipologías vinculadas, por ejemplo, al grado de tueste.
Todo lo contrario de lo que hace el vino, un sector milenario cuyos actores se preocupan más del posicionamiento de su estrategia comercial que de hacer una política de comunicación inclusiva y formativa, desprestigiando a su vecino si es menester. No se tiene en cuenta el flaco favor que con esta actitud hacen tanto al sector vinícola en general como a sí mismos. Más valdría que se centraran en comunicar la magnitud, riqueza y amplitud del cultivo de la vid y de la transformación de sus frutos.