Por Vanesa Viñolo
Un nuevo color se abre paso en la cromática del vino. Es el naranja, a través de unos vinos que, a pesar de contar con una antiquísima historia detrás, hasta hace muy poco eran casi desconocidos. Desde hace unos años, sin embargo, los orange wines han empezado a hacerse un hueco en el portfolio de todo winelover que se precie. Vinculados al movimiento de vinos “desnudos”, han encontrado un público fiel, tanto entre ese perfil de consumidor al que le gustan los vinos gastronómicos, estructurados y complejos, como entre los millenials que buscan diferenciarse a través de vinos dintintos a los que beben sus padres. Más allá de las modas, cada vez con mayor seguridad, han venido para quedarse.
Comencemos por aclarar, como en los créditos de las películas, que “ninguna naranja ha sufrido daño alguno durante el proceso de elaboración de estos vinos”. Y es que, hay que recalcar que, pese a ese color que juega al despiste, los orange wines, o brisats si nos circunscribimos a la tradición de estos vinos en Cataluña y Levante, no son vinos “de” ni vinos “con” naranjas. Sí es así en el vino naranja de Condado de Huelva, un blanco que sí está aromatizado con cortezas de naranja. Por ello y no por esnobismo, utilizaremos durante este reportaje su nombre en inglés en vez de su traducción al español.
Un orange wine (OW) es, a grandes rasgos, un vino blanco elaborado en contacto con sus hollejos durante un periodo de tiempo más o menos largo. Un blanco que responde a una antiquísima forma de elaboración, recuperada del olvido, que conjuga muchos de los puntos a favor que se buscan actualmente en un vino: recuperación de tradiciones, diferenciación, apuesta por lo local y una filosofía eco-sostenible que cada vez es más valorada por los nuevos consumidores.
Qué nos encontraremos en un orange wine
Los orange wines no siguen el modo de elaboración habitual de los blancos, en el que se extrae el mosto mediante prensado de las uvas previamente despalilladas, sin pieles ni hollejos. En este caso, se mantiene esa parte sólida de pieles, como se haría con los tintos, lo que le confiere su razón de ser y su nombre, ya que son los hollejos en contacto con el mosto los que le dan esa tonalidad más oscura al vino.
Como nos explica Elisa Ludeña, enóloga de El Grifo, “el estar en contacto el hollejo con la parte líquida hace que se enriquezca el mosto con sustancias aromáticas y colorantes (flavonas, terpenos, polifenoles, taninos), siendo la oxidación de polifenoles lo que nos daría esas tonalidades anaranjadas”.
Aunque no hay una única receta para elaborarlos, en Itsamendi, donde elaboran uno con Hondarrabi Zuri, nos explican que “recogemos 5-6 días antes unos racimos para hacer pie de cuba, después los racimos enteros se ponen en un depósito troncocónico de inox. de 2.500 o 5.000 litros. El proceso de fermentación espontánea iniciado en el pie de cuba se utiliza para fermentar este depósito. Se elimina el sangrado producido por el peso de los racimos, evaluando la incidencia del raspón hasta decidir el momento del prensado, que puede ser de 12-15 días. Termina la fermentación en tina vieja de 2.000 litros. Finalmente lleva un periodo de crianza en tinaja de arcilla roja durante aproximadamente 3 meses”.
Son vinos con estructura, tanicidad y una gran complejidad de aromas y sabores. Entre sus rasgos más llamativos, un toque mineral y salino suele ser común a todos ellos, siendo vinos hechos para perdurar en el tiempo y que ofrecen una versatilidad muy similar a los tintos. Así nos los describe José Carlos Rodríguez quien, junto a su socio José Luis Villegas, elabora en Pies Viejos un estupendo orange wine de viñas viejas de Airén de la zona de Valdepeñas, criado en barro y damajuana. “Tienen una ligera oxidación que les aporta esa complejidad y diversión, ese carácter más gastronómico (...) Son una alternativa a los vinos tintos, ya que evolucionan muy bien en botella, que en la copa van lentos y que se pueden consumir a 10-12 ºC, en copa grande, como si fueran un tinto’.
Artesano y local, ecológico y natural
Poderosos, corpulentos, con “alma de tinto”... Son descripciones habituales en este tipo de vinos, que cuentan con otro factor en común: su estrecha vinculación con el movimiento de vinos naturales, ecológicos y poco intervencionistas. Y es que esta forma de elaborar, que bebe del propio origen del vino, está ligada a producciones pequeñas, vinos artesanos, que suelen optar por la fermentación espontánea, prescindir de clarificaciones e incluso de sulfitos y apostar por crianzas respetuosas en tinajas y damajuanas.
Además, si nos fijamos en su composición varietal, veremos que están elaborados con variedades de uvas locales tradicionales. Así, junto a la Airén manchega o la Moscatel de Lanzarote, podremos encontrarlos, por ejemplo, elaborados con Verdejo y Albillo en la zona castellanoleonesa. Esa fue la apuesta de Rodríguez Sanzo, que comenzó a incorporar en sus blancos una parte de orange wine para “completarlos” hasta que se decidió a darle protagonismo. Javier Rodríguez nos explica que para ello utiliza “viñedos muy viejos, viñas de uva blanca que están esparcidas entre los viñedos de tinta de la DO Toro: Albillo, Verdeja... La Verdejo tiene la ventaja de ser una uva muy frutal, muy intensa y con mucha capacidad de envejecimiento y guarda”. Rodríguez elabora dos OW, uno más serio, con paso por barrica y largo contacto con las pieles, y uno más juvenil e inmediato.
Otra interesante opción varietal es la escogida por Itsasmendi, la uva Hondarrabi Zuri tradicional de la zona del txakoli. La bodega se decidió a utilizarla ya que “es una variedad de muy buena acidez. Su carácter rústico, floral y la experiencia de estos 27 años elaborando en la zona nos llevó a pensar que podría funcionar bien con esta técnica”.
El origen
Nos enfrentamos a una elaboración ancestral, seguramente de las primeras que protagonizaron la transformación de uva en vino. Originaria del Cáucaso (Armenia y Georgia, principalmente), los orange wines surgieron hace más de seis mil años, fruto de su característica forma de elaboración y almacenaje en Kvevri. Las Kevri son ánforas de arcilla o terracota de 500 a 800 litros enterradas bajo la superficie, en las que se fermentaba y maceraba la uva blanca con la piel y las pepitas.
Y es que, aunque hasta hace unos años casi no recordábamos que hay otras opciones de crianza además de la madera y el inox, lo cierto es que las ánforas de terracota fueron el recipiente fundamental para la fermentación y la maduración de la uva durante siglos y siglos. Enormes tinajas de barro cocido enterradas en el suelo, de la bodega o del propio viñedo, que mantenían una temperatura fresca constante y que se dejaban abiertas por arriba para facilitar las tareas de remontes y roturas del sombrero.
Y como antes no se daba puntada sin hilo, así descubrimos que las maceraciones largas crean durante la fermentación más sulfitos naturales, ayudando sin necesidad de química a que el vino no se oxide. El subsuelo, el barro y el contacto con sus pieles se encargaban, pues, de hacer el trabajo de manera natural. Una filosofía que encaja a la perfección con la de los vinos libres, o desnudos. Por eso muchos OW son vinos naturales que emplean dosis mínimas de sulfuroso y fermentan con las levaduras autóctonas de manera espontánea.
En España, esta forma ancestral de elaboración tiene una amplia tradición en Cataluña y Levante, donde se han elaborado desde siempre los vinos brisados, los brisats: vinos surgidos a partir de uva blanca fermentada con su parte sólida (brisa). Estos brisats se concentran especialmente en el Sur de Cataluña donde, en zonas como Terra Alta y de la mano de la personal Garnatxa Blanca, han protagonizado en los últimos años un importante resurgimiento.
El nuevo (viejo) vino de moda
En la segunda temporada de una de las más candentes (y divertidas) series televisivas del momento, Dead to Me, una de las protagonistas lleva de regalo a la casa de su amiga una botella de... orange wine. Y es que, sí señores, el naranja está de moda, y como pasó en su momento con la Pinot Noir y la película Entre copas, el cine siempre se hace eco de las tendencias. Y lo cool, al menos en los EEUU, es llevar una botella de orange wine a tu próximo encuentro de amigos.
Las ventas de vino de naranja llevan en aumento desde hace al menos cinco años. En el 2020 ascendieron cerca del 30%, según datos de Nielsen. Tienen sus propios clubs de vino, sus foros concretos... Está claro que aunque el nicho de mercado es pequeño, está ahí, bien definido y creciendo a zancadas.
Los elaboradores de OW patrios siguen ofreciendo principalmente su producto a los winelovers españoles, también porque las producciones son tan pequeñas y las bodegas tan artesanales que tampoco tienen que “tirar” mucho más del hilo, pero ya empiezan a ver cómo en Italia, Francia o Chequia, dentro de Europa, y sobre todo en EEUU y Japón, hay un mercado interesante en el que España y sus orange wines tienen su espacio.
No es de extrañar, por tanto, que la presencia de etiquetas de OW en el mercado se haya centuplicado desde hace 10 o 15 años. Simon Woolf, autor de The Amber Revolution: How the World Learned to Love Orange Wine, ha estudiado en profundidad esta tendencia, que ha cautivado principalmente a los bebedores más jóvenes, esos millenials que buscan una alternativa a los vinos convencionales o incluso, agárrense, a los amantes de las cervezas artesanas.
Porque, como dice Woolf. “¿Quién quiere beber lo que bebían sus padres?” Mucho mejor beber lo que bebían nuestros tatarabuelos.