Por Alberto Matos, director editorial de Vivir el Vino
En una entrevista que publicábamos hace poco menos de un año en esta misma revista, la Master of Wine Elizabeth Gabay confesaba que sus cotas de indignación se disparaban cada vez que, tras catar un rosado emocionante y bien estructurado, descubría que al año siguiente ese mismo rosado se había elaborado pálido y aburrido porque la primera versión no se vendía.
La británica también aseguraba que la popularidad que actualmente están experimentando este tipo de vinos podría deberse a que, en el imaginario colectivo francés, representan el glamour de las costas mediterráneas, vinculadas con el lujo y el conocido como savoir vivre de las clases más pudientes.
Una imagen esta que se ve reforzada por las grandes marcas y por los influencers de Instagram, que posan de manera habitual con su correspondiente copa de vino rosado pálido sobre una tumbona frente a una piscina o el mar mientras disfrutan de la vida ajenos a cualquier preocupación. A esto se suma, en su opinión, que entre nuestros vecinos existe la teoría de que los rosados son sustitutos de los vinos blancos.
Puede que este mismo proceso de idealización de los vinos rosados se esté extendiendo al resto del mundo, coincidiendo además con el boom generalizado de los vinos blancos al que actualmente estamos asistiendo y que está propiciando el incremento de su consumo y, por tanto, también de sus ventas.
Esta tendencia parece estar igualmente condicionando a los vinos rosados españoles, que en algunos casos ceden a la pérdida de su identidad regional paraadaptarse a las nuevas demandas. Al menos eso es lo que pude observar en la última sesión de rosados del Concours Mondial de Bruxelles, celebrado a principios del pasado mes de marzo en la sede de la Interprofesional de Vinos Pays d’OC IGP, a las afueras de la pequeña localidad francesa de Lattes, muy cerca de Montepellier.
En este concurso es común que los miembros de cada una de las mesas que conforman el panel de cata -este año representado por más de 50 profesionales- jueguen a adivinar, con más o menos aciertos, la procedencia de los vinos catados a ciegas al final de cada una de las diferentes tandas.
En esta ocasión, tras las correspondientes evaluaciones sensoriales y puntuaciones, nadie supo descubrir el origen español de los rosados que, aleatoriamente, habían sido asignados a la mesa de la que yo formaba parte. Todos ellos compartían un perfil muy similar, especialmente en la fase visual, dominada por la palidez del color. Daba igual que vinieran de Castilla-La Mancha, de Aragón, de Rioja o de Castilla y León. No había nada en ellos que permitiera identificarlos o diferenciarlos de otros procedentes del Véneto italiano, el Dão portugués o la Provenza francesa. Obviamente, no todos los rosados españoles se dejan llevar por esta moda de elaboraciones internacionales, pero sí lo hacen muchos de los que tienen vocación exportadora.
Y esta práctica, de generalizarse, podría acabar con los rosados tradicionales, que expresan la personalidad de nuestras variedades autóctonas y de nuestro terroir. Y eso sería una auténtica lástima.