Por Alberto Matos
La sostenibilidad, interpretada desde sectores como el del vino, no solo implica la conservación del medio ambiente. De hecho, para que sea sostenible en su conjunto, también debe tener en cuenta otros aspectos como el económico, el social y el cultural. Solo así se puede garantizar la supervivencia de los viticultores, la fijación de población al territorio y la preservación de la personalidad de cada zona.
La sostenibilidad es un concepto complejo en constante evolución. Por eso sorprende que la Organización Mundial de la Salud (ONU) no haya matizado su definición desde 1987 y que se limite a describirlo como el conjunto de acciones que permiten “satisfacer las necesidades del presente sin comprometer la habilidad de las futuras generaciones de satisfacer sus necesidades propias”. Quizás esa inconcreción sea el motivo por el que actualmente se vincula, casi de manera exclusiva, con la ecología, y que ambos términos se equiparen como sinónimos.
Y aunque no son excluyentes, la sostenibilidad es mucho más que la protección del medio ambiente mediante el empleo de recursos renovables y el reciclaje en un contexto de prácticas respetuosas con el entorno. De hecho, el concepto de sostenibilidad comenzó a aplicarse por primera vez al nuevo modelo de crecimiento económico surgido con la revolución industrial del siglo XIX que, tras el desenfreno inicial, obligó a plantearse la optimización de los recursos y, tiempo después, a cubrir las necesidades básicas de los ciudadanos gracias, especialmente, a los movimientos sindicales. Más recientemente, a mediados de la década de 1980, la sostenibilidad comenzó a relacionarse con el ámbito social como un modo de promover el bienestar de los miembros de una comunidad y de sus descendientes, combatiendo para ello lacras como la pobreza, la violencia y la injusticia. Incluso hay quien hoy habla de sostenibilidad cultural como una forma de conservar las tradiciones y las costumbres de los pueblos en un intento de perpetuar su identidad. En cualquier caso, sea del tipo que sea, la sostenibilidad es un planteamiento integrador que no puede ser entendido si se abordan por separado cada uno los campos en los que se aplica. Dicho de otra manera, si una de sus patas se tambalea, también lo hará el resto. Si un sector o empresa no es sostenible medioambientalmente, tampoco lo será social, económica o culturalmente.
Y eso no siempre resulta evidente. Mucho menos cuando entra en juego el denominado “greenwashing” que, con intereses espurios, pretende proyectar una imagen sostenible de un sector, empresa o producto cuando en realidad no lo es. En el sector del vino todo resulta mucho más sencillo, pues todas sus cartas están boca arriba. O es sostenible o no lo es. Y lo cierto es que, por su naturaleza y por sus peculiares características, es prácticamente sostenible desde sus mismos orígenes, si bien eso no quiere decir que no haya margen de mejora, que lo hay. 59 De hecho, para “asegurar el futuro del sector”, no basta con alcanzar “la sostenibilidad medioambiental. También hay que trabajar en la sostenibilidad económica en toda la cadena de valor”, explica Ángel Villafranca, presidente de la Organización Interprofesional del Vino de España (OIVE). También es necesario el desarrollo de la sostenibilidad social porque “la viticultura es una actividad que contribuye a la fijación en el medio rural”, hasta el punto de que “para algunos pequeños municipios, el vino resulta imprescindible”. Y no solo porque representa una “actividad económica importante, también por su efecto tractor hacia otros sectores de actividad” como el del enoturismo. “Donde hay vino, hay vida”, concluye. Un sector vitivinícola económicamente sostenible España es líder mundial en superficie de viñedo, con más de 950.000 hectáreas, de las cuales, el 13% estaban cultivadas en ecológico en 2019.
Un dato que también posiciona a nuestro país como líder en este ámbito, según se desprende del informe “Importancia económica y social del sector vitivinícola en España”, elaborado por Afi para la OIVE en 2020. Con cerca de un centenar de denominaciones de origen protegidas, España se erige además como el tercer mayor productor de vino del mundo, con un volumen que ronda los 38 millones de hectolitros anuales. Estas cifras contribuyen a convertirnos en el principal exportador mundial de vino, en términos de volumen, y en el tercero, en valor. Nuestros vinos están presentes en 189 países, de los que 86 realizaron compras superiores al millón de euros en 2019. Asimismo, la contribución directa del sector vitivinícola a las arcas públicas españolas supera los 3.800 millones de euros anuales, incluyendo las cotizaciones sociales. Por su parte, su cadena de valor está protagonizada por una amplia red de agentes, vinculados directamente con la viticultura, la elaboración de vino, la distribución y la comercialización. Pero no solo eso. Otras actividades indirectas, como la industria de la madera, el vidrio, el corcho, la maquinaria industrial o el propio enoturismo amplifican el alcance y capilaridad de dicha cadena.
Con todos estos recursos, el sector del vino en España genera un Valor Añadido Bruto (VAB) superior a los 23.700 millones de euros anuales, equivalentes “al 2,2% del PIB”, resume Villafranca. También “da trabajo a casi medio millón de personas”. Es decir, genera el 2,4% del empleo en España. Unos datos mareantes que evidencian la importancia del vino para nuestra economía y que, por razones obvias, conviene no solo preservar, sino potenciar en un entorno siempre sostenible. Y para ello es imprescindible que las explotaciones “sean rentables”, afirma José Manuel Delgado Pérez, miembro del Gabinete Técnico de la Unión de Pequeños Agricultores y Ganaderos (UPA). La importancia de la rentabilidad y las ayudas Para que una explotación sea rentable es necesario que se cumplan al menos dos premisas. La primera y fundamental es que “los precios a los que se vende la uva sean dignos y justos”. De este modo, es básico que se “cumpla la Ley de la Cadena Alimentaria”, que implica “que los precios que se paguen cubran al menos los costes efectivos de producción”, continúa Delgado. “Es una lucha que tenemos ahora abierta” porque, si no hay una rentabilidad económica, “la gente abandonará el campo y entonces no habrá tampoco sostenibilidad medioambiental, social y cultural”.
Afortunadamente, en este sentido, parece que se han dado ya pasos importantes, como la instauración de “la obligatoriedad de unos contratos que se ajustan a unas condiciones estipuladas que pueden ser negociadas por el sector productor y que, en función de parámetros como la calidad, la zona, la previsión de las cosechas y la situación de los mercados exteriores, deben cubrir en cualquier caso los costes que tienen que asumir los viticultores”, añade. “Al final se trata de llegar a un consenso”. De no ser así, “corremos el riesgo de que la explotación no sea viable y de que se oriente a otro tipo de cultivos”, advierte. “Eso es algo que se observa desde hace un tiempo en zonas como La Mancha, donde el viñedo está siendo sustituido en determinados casos por almendrales y olivares”.
La segunda premisa, no menos importante, es la continuidad de “las ayudas directas, fundamentalmente proporcionadas por la Política Agraria Común (PAC) y el Programa de Apoyo al Sector Vitivinícola Español (PASVE)”. Por ejemplo, “nosotros estamos pidiendo que se mantengan las ayudas destinadas a la reestructuración, básicamente porque el sector productor sigue demandándolas”. Eso sí, “no necesariamente han de ir vinculadas a un incremento de la cantidad”. Por el contrario, “nosotros abogamos por que vayan dirigidas al incremento de la calidad, porque así se podrían obtener mejores precios”. También “apostamos por ayudas distributivas” y por que “aquellas explotaciones que tienen una dimensión ecológica elevada sean compensadas, ya que esta filosofía entraña gastos y se adopta de manera voluntaria”. Respecto a los programas de desarrollo rural, “como 61 dependen de las Comunidades Autónomas, es necesario que se adapten a las necesidades específicas de cada zona”. Valor social sostenible El nexo existente entre el vino, la cultura y la sociedad españolas es indiscutible. Este producto no solo está presente en nuestras mesas, también forma parte, de una manera u otra, del legado cultural y patrimonial de cada una de nuestras regiones. Está presente en todas, aunque de diferente forma en cada una de ellas, condicionado principalmente por la estructura de la propiedad y la dimensión predominante de las explotaciones. En este sentido, un 68% de las explotaciones españolas registradas en 2019 contaba con una superficie inferior a una hectárea, mientras que solo el 4% superaba las 10 ha. Estas peculiaridades convierten la viticultura en una actividad que contribuye a generar empleo y, consecuentemente, a fijar la población en el medio rural, sobre todo en las zonas protegidas por denominaciones de origen, pues cada vez más bodegas se localizan en el mismo entorno de los viñedos.
Tanto es así que, en las cinco provincias con mayor superficie de viñedo para vinificación –La Rioja, Ciudad Real, Toledo, Albacete y Cuenca-, los municipios de menos de mil habitantes representan más del 40% del total en sus respectivas provincias, según el informe de OIVE. Asimismo, aquellas provincias que presumen de una superficie total de viñedo por encima de la media nacional –situada en el 1,8%- han incrementado su población entre los años 1980 y 2020. Solo Cuenca ha perdido habitantes. A ello ha contribuido, indudablemente, la diversidad de oportunidades laborales que ofrece la cadena de valor vitivinícola, especialmente entre los más jóvenes, favorecidos además por la aprobación de nuevas plantaciones de viñedo. De hecho, en 2019, el 27% del total de superficie solicitada para nuevas plantaciones en España se correspondió con este rango de edad, y en muchos casos se trataba de nuevos viticultores. Paralelamente, algunas especialidades vinculadas con el mundo del vino, como la enología, también han despertado el interés de los más jóvenes como opción de formación, hasta el punto de que el mercado español es un referente para los profesionales presentes y futuros de todo el mundo. Pese a todo, no deja de ser cierto que “nos encontramos frente a un escenario en el que la fuerza laboral está bastante envejecida y muy masculinizada”. Y aquí entra de nuevo en juego la sostenibilidad económica pues, “si los hijos de los viticultores no perciben como 62 REPORTAJE rentable la actividad de sus padres, lo más probable es que acaben abandonándola”. Y no solo eso, de nada sirve esa rentabilidad “si el entorno está decaído y no acompaña con buenos accesos a servicios médicos, educacionales y culturales”.
También es imprescindible una buena conexión a internet, “que es básico para la vida cotidiana, además de para la digitalización del campo”, matiza José Manuel Delgado Pérez. Por otro lado, la importante instauración del modelo cooperativo en la estructura vitivinícola española, además de otras iniciativas de asociacionismo, desempeña igualmente un importante papel como instrumento de cohesión social. Especialmente, teniendo en cuenta que más del 20% de las cooperativas del sector agroalimentario español se dedican a la producción de vino y que, en su conjunto, facturaron de manera directa un 8% del total en 2018. Y, aunque todavía es una tendencia incipiente, la sostenibilidad social se está reforzando cada vez más desde un punto psicológico y emocional, con iniciativas que se centran en el factor humano para promover el trabajo de calidad y el desarrollo continuo. También se apuesta por “incrementar la formación y la cualificación profesional de todos los trabajadores del sector”. Más concretamente, “a la poda, a la aplicación de nuevas tecnologías, a la gestión del agua, al uso de energías renovables, a la aplicación de fitosanitarios…”. Todo esto es fundamental para “reducir costes, facilitar el trabajo y reducir determinados inputs que pueden ser problemáticos en algunos casos”, resume. Conservación de la cultura y del paisaje Si definir el concepto general de cultura de una manera estándar, consensuada y universal es complicado, también lo es la definición concreta de la cultura del vino. En cualquier caso, de manera abstracta, podría resumirse en el conjunto de conocimientos, costumbres, estilos de vida y expresiones artísticas, científicas e industriales que, de alguna forma, se relacionan o se han relacionado con las múltiples facetas de este producto a lo largo de la historia de la humanidad.
Dicho de otro modo, implica la comprensión del vino como producto, sus características, su origen geográfico y temporal y sus métodos de elaboración y conservación. También exige conocer el entorno y el clima, la planta con sus variedades, los sistemas de cultivo y las enfermedades, las tradiciones, el folclore, la gastronomía, la literatura, la pintura, la escultura, la arquitectura… Y, no menos importante, su relación con el desarrollo medioambiental, económico y social. La sostenibilidad de la cultura del vino pasa, entre 63 otras cosas, por el respeto, la promoción, la difusión y la conservación de todos estos recursos. Una tarea que desde hace ya algunos años desempeña con éxito la actividad enoturística y que hoy se centraliza en la Asociación Española de Ciudades del Vino (ACEVIN). Con más de cuarenta rutas diferentes repartidas por toda la geografía nacional, y abierta a la incorporación de otras nuevas precisamente si cumplen, entre otros, con unos estrictos criterios de sostenibilidad, ACEVIN constata en este 2022 una práctica recuperación del enoturismo que, antes de la pandemia, atraía aproximadamente a tres millones de visitantes. Un contratiempo, el de la pandemia, que por otra parte facilitó su descubrimiento por parte de muchas personas, ya que se trata de un tipo de turismo alejado de las aglomeraciones, que toma como escenario espacios abiertos en plena naturaleza. Y es que, aunque el principal atractivo de estas rutas sean las bodegas, también es verdad que otras industrias auxiliares actúan en sinergia proporcionando unos beneficios medioambientales, económicos, sociales y culturales mutuos.
Entre ellas se cuentan establecimientos hosteleros y de restauración, empresas de ocio, museos, monumentos, fiestas tradicionales y eventos musicales que, en su conjunto, permiten generar experiencias especiales y añadir ciertos atributos e intangibles al proceso de comercialización que consiguen permanecer en la memoria de los visitantes y que, a través de otros canales, serían imposible de conseguir. Su baja estacionalidad en comparación con otras ofertas turísticas potencia también la sostenibilidad en este sentido, especialmente en localidades del interior. “La sostenibilidad medioambiental forma parte de nuestro ADN, pues uno de nuestros principales reclamos es el turismo de naturaleza y experiencia”, comenta Rosa Melchor, presidenta de ACEVIN y Rutas del Vino de España. “Por eso, para nosotros es fundamental que se preserve el entorno por el que discurren nuestras rutas”. Desde un punto de vista económico y social, “hemos vivido un antes y un después con la creación de diferentes asociaciones del vino y rutas”, añade. “Hemos visto como las actividades relacionadas han contribuido a cohesionar el territorio y a fijar población”. En este sentido, “una de las ventajas es que las cepas y el paisaje no se deslocalizan, por lo que quien quiera disfrutarlos debe acudir a ellos”. Y esta es una cualidad “muy importante, porque hay lugares en los que no hay más medios de vida que la agricultura y la ganadería, y el enoturismo ha posibilitado la aparición de pequeñas empresas y autónomos”