
Por Jesús Rivasés, columnista, tertuliano y escritor
Benjamin Franklin (1706-1790), político, científico y considerado uno de los “padres fundadores” de los Estados Unidos, estaba obsesionado con llevar una vida de virtud, aunque a lo largo de los años admitió la imposibilidad humana de alcanzar toda la virtud que él deseaba. Defensor acérrimo de la moderación, decía, sin embargo, que “el vino es una prueba constante de que Dios nos ama y le gusta vernos felices”. Por si acaso y quizá para no salirse de su línea, también recomendaba: “nunca bebas hasta la exaltación”.
Por razones económicas, en su juventud, tuvo épocas de vegetariano y no consta que, al mismo tiempo, fuera abstemio en ese mismo periodo. La observación de Franklin sobre el amor divino y la felicidad conduce a la necesidad de extender por todas partes la afición –incluso con moderación- al vino, un fenómeno que, por otra parte, cada vez es más universal, aunque queda mucho por hacer. En tiempos de Franklin el vino en lo que serían los Estados Unidos era una rareza y la producción propia muy escasa y de una calidad descriptible.
Ahora, Nueva York disputa a Londres la capitalidad mundial del vino, sobre todo después del disparate del Brexit, del que una buena parte de los británicos empieza a arrepentirse. Londres y Nueva York, en cualquier caso, prescriben en el mundo del vino y ya no puede haber vinos importantes sin tener presencia y un cierto éxito en esas capitales y, claro, en sus respectivos mercados. Los vinos españoles han dado un espectacular salto hacia adelante en el último cuarto de siglo, han mejorado en calidad y pueden competir –también gracias al precio- en casi cualquier mercado, quizá con la excepción de lo que se consideraría los mejores entre los mejores.
Alguno podría entrar en ese club selecto, pero tampoco tantos. Sin embargo, en el segmento medio alto de calidad deberían tener mucha más presencia de la que tienen. Hay ejemplos preocupantes. Wine Spectator, la revista americana de vinos que marca tendencia, acaba de publicar su lista de los 100 mejores vinos de 2023. Como todas las selecciones, es subjetiva y discutible, pero también indicativa. El primer clasificado es un vino italiano, el Argiano Brunello de Montalcino y le siguen vinos de Borgoña, Burdeos, California, Ródano e incluso Nueva Zelanda. El primer español aparece en el puesto 43 y es un Juvé & Camps Reserva de la Familia Brut Nature.
Luego hay que ir hasta el lugar 56 para encontrar otro, un Quinta de Couselo (Albariño, DO Rías Baixas). Wine Spectator no es una excepción. Asimov, el crítico de vinos de The New York Times, no ha incluido ningún español en su selección para el Día de Acción de Gracias. Jancis Robinson, la gurú de Financial Times, también se olvida de los vinos españoles en su primera lista navideña, la de los 25 blancos más recomendables por calidad y precio.
Algo más de suerte hay con los 20 mejores vinos para Navidad que escoge David Williams, el especialista de The Guardian, aunque su elección, el cava Castillo de Perelada Brut Nature sorprenderá a más de uno. Todos esos expertos y los de Wine Spectator conocen una buena parte de los vinos españoles y los aprecian, aunque a veces estén influenciados por las atenciones que reciben. Sus elecciones delatan un problema de los vinos españoles en los mercados internacionales.
El principal es su escasa presencia y, salvo excepciones, una comercialización débil. No es que los expertos no conozcan vinos españoles competitivos por calidad y precio. No los recomiendan en ocasiones especiales, como el Día de Acción de Gracias o Navidad, porque no son accesibles, por ejemplo en los mercados británico o norteamericano, y cuando incluyen alguno en sus listas son algunos de los que los consumidores de esos países pueden acceder con facilidad a precios razonables. Así de simple o así de complicado.
Hay un mercado inmenso ahí afuera, que sigue en crecimiento, pero hace falta tomar la decisión y poner los medios no ya para conquistarlo, sino para tener una presencia relevante. Si no se hace, continuarán las ausencias inexplicables que, por otra parte, sí tienen una explicación bastante obvia y sencilla. Además, está la obligación de llevar el vino a todas partes, sobre todo si es cierto que “el vino es una prueba constante de que Dios nos ama y le gusta vernos felices”, como pensaba Franklin. ¡Feliz Navidad, con el vino que sea, pero con vino y, si tiene burbujas, mejor!