Por Santiago Jordi, elaborador y presidente de la Unión Internacional de Enólogos
Voy a tratar de dar continuidad, de alguna manera, al artículo que escribí para el anterior número de esta revista, en el que hablaba de los vinos naturales. También en esta ocasión incido sobre determinadas elaboraciones que, más allá de una moda, han llegado para quedarse.
Independientemente del criterio y conocimiento de cada cual, he podido comprobar la veracidad del titular con el que arranco este texto en la Barcelona Wine Week, una de las citas más relevantes del vino español que crece año tras año, y gana en número de expositores y afluencia de compradores internacionales.
También he podido dar fe de que este evento dedica cada vez más espacio a los vinos naturales, biodinámicos, ecológicos y otras tendencias similares, que incluso cuentan con un pabellón propio. Asimismo he visto cómo el público demuestra una mayor tolerancia a las aristas y puntas organolépticas de estos vinos, que en otros tiempos hubiésemos criticado y penalizado sin dudarlo un momento.
En este sentido, me gustaría diferenciar entre los defectos y la verticalidad. Los primeros siempre presentan un desequilibrio físico-químico, que probablemente está acompañado de desagradables sensaciones organolépticas y visuales.
Por su parte, los segundos ofrecen alguna arista que sobresale pero que está debidamente ensamblada en el conjunto de armonías que percibimos cuando se encuentran con nuestras papilas gustativas. Desde mi punto de vista, se trata de un “desequilibrio equilibrado” que, junto al resto de atributos, siempre espero que me emocione y haga disfrutar.
En nuestro país, con su peso indudable en la vitivinicultura mundial, su amplia tradición y su homogeneización de la calidad mediante el control del sistema de denominaciones de origen protegidas o indicaciones geográficas protegidas basado en estrictos protocolos reglados de calidad, quizás la introducción de estos cambios sea más difícil y lenta. Pero llegará, sobre todo por la presión de los mercados consumidores que, a través de importadores y compradores, buscan y premian este tipo de elaboraciones. Unas elaboraciones que, aunque pequeñas en producción, suponen auténticos tesoros y revelaciones ante las nuevas generaciones que las demandan.
Con esto no quiero decir que los vinos redondos, tal y como los conocemos, pierdan valor. Nunca lo harán, pero debemos prepararnos para un escenario en el que los vinos verticales tendrán cada vez más protagonismo. Igual que hace medio siglo era impensable ponerse un pantalón vaquero roto o pagar un alto precio en un restaurante por un plato elaborado con casquería o desechos de pescado, los vinos verticales pueden parecernos ahora algo fuera de lugar.
Pero, sin duda, llegará un momento en el que los apreciemos y entendamos con sus notas discordantes desafinando dentro de la orquesta. Incluso estarán presentes en las cartas de restaurantes y bodegas.
Por eso animo a todo el mundo a que siga probando y cultivándose en la cultura del vino, con ingestas moderadas, por su puesto, para obtener siempre una satisfacción vertical y ascendente pero redonda y profunda a la vez.