Por Alberto Matos
Se ha convertido ya en algo habitual comprobar que cada vez más vinos incluyen en sus etiquetas expresiones del tipo “viñas viejas” o “cepas viejas”. La falta de regulación sobre el uso de estos términos levanta suspicacias y exige un consenso para elaborar una definición con la que poder informar al consumidor.
El vino es un producto perecedero en constante rotación. A medida que van estando listas para su consumo, las nuevas añadas toman el relevo de las más antiguas sobre los lineales de tiendas y supermercados, en un trasiego rutinario solo alterado por la aparición de nuevas etiquetas que también intentan abrirse un hueco en el mercado.
Cada vez con más frecuencia, algunas de esas nuevas referencias acompañan la marca comercial con coletillas del tipo “cepas viejas” o “viñas viejas”, con la clara intención de aportar cierto valor añadido al producto que representan. Desconocemos los motivos que impulsan esta creciente tendencia aunque, una vez más, los influjos del marketing podrían tener mucho que ver. Eso, y que al mapa vitivinícola español se han ido sumando en los últimos años nuevas zonas como Priorato, Bierzo o Valdeorras, con un rico patrimonio de viñedo antiguo, en muchos casos superviviente de plagas e incentivos europeos que animaban a arrancarlo. Un viñedo que tradicionalmente se ha cultivado en zonas marginales y de difícil acceso como un complemento para la economía familiar y que ahora no solo se pretende recuperar, sino también rentabilizar.
Esas fueron algunas de las conclusiones, más o menos uniformes, a las que llegaron los bodegueros invitados al tradicional almuerzo de Vivir el Vino, celebrado en esta ocasión en el madrileño restaurante La Carlota Las Salesas (Almirante, 11).
Terminología no regulada
En un momento en el que el tradicional estilo de vida mediterráneo pierde fuelle frente a la alimentación ultraprocesada y el sedentarismo, las voces que se alzan por un regreso a lo natural son cada vez más numerosas. Los publicistas lo saben y recurren por ello a términos que evoquen precisamente esa sensación. En este sentido, es fácil adivinar que “cepas viejas” o “viñas viejas” cumplen perfectamente esta función. Y no digamos ya si vienen matizados por adjetivos que potencian las sensaciones pretendidas como “centenarias” o “prefiloxéricas”.
El problema en este caso es que no existe ninguna legislación que defina y regule qué es una cepa vieja y qué edad mínima debe tener. Los expertos hablan de 30 años en adelante, si bien la edad no es el único factor determinante. En la actualidad, la inclusión de expresiones de este estilo en el etiquetado responde exclusivamente al criterio del elaborador, que podrá ser más o menos acertado. Y así seguirá siendo a menos que los diferentes consejos reguladores de las denominaciones de origen tomen cartas en el asunto. Hasta entonces, afirmar que un vino está elaborado con uvas procedentes de viñas viejas no será garantía de nada y, como sucede en estos casos, habrá quien haga las cosas bien y habrá quien no.
No solo se trata de la edad
Desde un punto de vista agronómico, se podría decir que una cepa vieja es aquella que ha alcanzado, entre otras cosas, un desarrollo radicular completo. Esta circunstancia dependerá no solo de la edad de la viña, sino también del tipo de suelo sobre el que vegete, pues su composición influirá sobre la velocidad de crecimiento de las raíces.
Todo depende de la fertilidad del terruño y del tipo de nutrientes que contiene, más escasos según se profundiza en el terreno. Esta característica permite que las viñas viejas soporten mejor el estrés hídrico y que precisen de menores atenciones. Son viñas que, con el paso de los años, ha demostrado su capacidad de resiliencia y que, en condiciones favorables, agradecen los cuidados recibidos ofreciendo rendimientos algo menores, pero de mayor calidad.
Precio y paladar
En la DOCa Rioja, apenas 10 mil de sus 65 mil hectáreas de superficie están ocupadas por viñedos con más de 30 años de antigüedad. Como consecuencia de este hecho, la relativa exclusividad de los vinos elaborados a partir de uvas obtenidas de viñedos viejos resulta determinante a la hora de fijar su precio. Ya en origen y dependiendo de las zonas, estas uvas triplican -y hasta cuadruplican- su cotización respecto a las vendimiadas en cepas más jóvenes. Esta diferencia también se traslada, como no podía ser de otra forma, a los precios de venta al público, que podrán variar en función de los márgenes que establezcan bodegueros y distribuidores.
De manera más subjetiva, las diferencias organolépticas también se ponen de manifiesto. Los paladares más entrenados son capaces de discernir las notas de viña joven en la cata, y de apreciar la personalidad que aporta el terruño a las viñas más viejas, definidas en la mayoría de las ocasiones por la enorme riqueza varietal que las caracteriza.
Este hecho se hace especialmente evidente en el caso de variedades que -como la Tempranillo, la Garnacha o la Moscatel- se expresan con mayor plenitud cuanto más viejas son las viñas de las que proceden. Recuperación del patrimonio La puesta en valor de los vinos elaborados con uvas procedentes de viñedos viejos está propiciando, de modo más o menos indirecto, la recuperación de varietales que habían caído prácticamente en el olvido. Y lo peor de todo: habían estado a punto de desaparecer.
Un buen ejemplo de ello sería la uva Bruñal, prácticamente desconocida y circunscrita a la zona de Arribes del Duero y la Sierra de Francia, en Salamanca. Su supervivencia, como en el caso de otras tantas, se debe a la labor de viticultores que la preservaron en pequeños reductos y que ahora recuperan ofreciendo unos vinos con unas características y personalidad únicas que han resurgido para quedarse.
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