Por Jorge Hernández Alonso | @chefkoketo
La salsa Alfredo tiene ese “qué sé yo” que enamora. Este artículo os descubrirá cómo una feliz pareja selló su amor disfrutando de este famoso aderezo que suele acompañar a la pasta larga tipo fettuccine.
A principios del siglo XX, concretamente en 1907, Alfredo Di Lelio regentaba un pequeño local en la bella Roma (Italia), ubicado en la Piazza Augusto Imperatore, en el centro histórico de la capital. Se trataba de una posada tradicional que dirigía su madre, Angelina. En este local Alfredo llegó a ser un cocinero reconocido por su frondoso y espeso bigote. Servía platos de sencilla elaboración, pero de gran impacto visual.
Posiblemente seguía la tendencia contemporánea de los futuristas italianos, un movimiento cultural que buscaba “dinamitar la tradición, el pasado y la anquilosada concepción del arte clásico”. Por supuesto, también infectó benévolamente la gastronomía: “Queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias y combatir el moralismo, el feminismo y todas las demás cobardías oportunistas y utilitarias”.
Sin embargo, Alfredo no sucumbió a uno de los principios de estos nihilistas de la tradición, pues uno de sus preceptos era: “la abolición de la pasta, absurda religión gastronómica italiana”. Decían que “aunque las pastas sean agradables al paladar, son un alimento ‘pasatista’ porque engordan, porque embrutecen, porque su poder nutritivo es ilusorio, porque os vuelven escépticos, lentos, pesimistas”. Afortunadamente, Alfredo se limitó a hacer propias algunas de las nuevas tendencias, como dar mayor plasticidad a sus creaciones para que así entraran por
los ojos. Aportó teatralidad al emplatado y buscó nuevas creaciones que excitaran no solo a las papilas gustativas.
Cuentan que la persona que motivó a Alfredo a crear este plato fue su esposa, Inés. Tras dar a luz a su primogénito, Armando, la buena mujer sufrió una alarmante pérdida de apetito, manteniéndose postrada en cama, por lo que Alfredo se vio en la obligación de preparar una receta
muy suculenta y a la vez nutritiva para tratar de ayudarla.
Decidió acudir al recetario tradicional y modificar uno de los platos típicos: el fettuccine al burro. Una pasta con mantequilla (posiblemente en su simplicidad esté el éxito de este plato). Para incentivar la vista y el apetito de su esposa, jugó con la elaboración. Abandonaba la cocina
con la pasta al dente y terminaba el plato ya en la mesa, poniendo unos trocitos de mantequilla, casi el triple de la que lleva la receta clásica, y mezclándolos ante la dama con sus propias manos. A esto le añadía un buen parmesano rallado. Todo ello acompañado por la música en directo de un cantante. Suponemos que sería un tenor y la dramática sonoridad de un violín.
Inés sucumbió al encantador plato de su marido y lo animó a incluirlo en la carta. Así nació la leyenda. Y Hollywood puso la promoción. Años más tarde, Douglas Fairbanks y Mary Pickford, dos de las figuras más influyentes del cine americano de entonces, viajaron a Roma en su luna
de miel y acudieron al restaurante ‘Il Vero Alfredo’, donde disfrutaron de la cocina de Alfredo y de su teatralidad.
Fue tal el impacto de su experiencia que decidieron, en 1927, regalar al restaurante un par de cubiertos de oro, una cuchara y un tenedor, con una dedicatoria grabada: “To Alfredo, the King of noodles”. La aportación de estos artistas no quedó solo en este bello gesto, pues a su regreso
a EEUU concedieron una entrevista a los medios en la que hablaron de las maravillas de esta clásica ciudad europea y, cómo no, de las bondades de los ‘fettuccini Alfredo’. Convirtieron al plato, al local y al propio Alfredo en un mito, y en visita obligada para famosos, políticos y
gente pudiente. Si bien Alfredo vendió el local, sus nuevos dueños mantuvieron los cubiertos dorados y cientos de fotos de célebres sonrisas que adornan aún las paredes de este insigne ‘ristorante’.
Hoy puedes disfrutar de este plato y visitar el local ‘Il Vero Alfredo’, que está en el registro de ‘Tiendas Históricas de Excelencia’, en la Piazza Augusto Imperatore, número 30 de Roma. En esta misma localidad hay varios restaurantes llamados ‘Alfredo’, pero no pertenecen a la citada familia.
500 g de fettuccini
1,5 l de agua con 2,5 g de sal diluida
250 g de mantequilla sin sal
250 g de queso parmesano finamente rallado
2 g de perejil fresco picado (opcional)
Un tenedor y una cuchara de oro
Un violinista y un tenor (yo tengo suerte, en casa hay dos)
Sal y pimienta al gusto
Para comenzar debemos preparar la pasta (te recomiendo que sea dura, pues es más fácil de trabajar) y guardar unos 250 ml de agua de cocción, que mantendremos caliente para servir después. Será conveniente calentar los platos antes de ello. El horno será un buen aliado, pero recuerda avisar a la mesa para no terminar en urgencias sin huellas dactilares.
Ponemos sobre los platos la mantequilla en pequeños trozos. Después, servimos los fettuccini, ya cocidos y, por supuesto, colados. Sobre la pasta añadimos el queso parmesano rallado y vertemos el agua caliente que teníamos reservada. Es importante que mientras viertes suavemente el agua, mezcles todo con la ayuda de un tenedor y una cuchara.
Debes ser ágil. Los cubiertos tienen que permitirte enrollar y levantar la pasta para poder mezclar todo bien. El calor derretirá tanto la mantequilla como el queso.
Recuerda seguir dos reglas fundamentales. Primera: La pasta debe estar recién cocida y muy caliente. Segunda: Has de mezclar los ingredientes en el plato del comensal. Si eres capaz, con las manos, como lo hacía “el bigotes”.