Por Alberto Matos, director editorial de Vivir el Vino
La primera vez que lo escuché, pensé que se trataba de un incidente aislado y anecdótico. Y, por qué no, también un tanto esnobista. No pasó mucho tiempo hasta que lo escuché por segunda vez, y eso me hizo pararme a reflexionar sobre el asunto. La tercera -tras compartirlo con otras personas vinculadas con el mundo enológico que también habían presenciado situaciones similares- pude constatar que se trataba de una tendencia en toda regla. Al menos en determinados círculos.
Sí, por lo visto, el último grito en las cartas de vino de no pocos restaurantes consiste en prescindir de las tres erres. O lo que es lo mismo, determinados sumilleres renuncian a deleitar a los comensales con vinos de Rioja, Ribera del Duero y Rueda. Y no solo eso, también presumen de ello.
Yo mismo he sido testigo de cómo uno de esos sumilleres, altanero y orgulloso, se atrevía a espetar a un cliente que le solicitaba un Rioja que en su restaurante no entraba ningún vino de las mencionadas tres erres, y que si eso era lo que buscaba, aquel no era lugar para él. No lo dijo exactamente así, pero definitivamente ese fue el mensaje. “¡Ah!” -añadió- “Tampoco tengo Rías Baixas...”. Sumaba de este modo una cuarta erre a su lista negra de zonas vetadas.
Y erre que erre, renegaba de esa y de las otras tres denominaciones de origen por ser “demasiado conocidas” y porque producen vinos que “consume todo el mundo”. Como si eso fuera un agravio.
Trataba así de diferenciarse del resto, huyendo de lo convencional y apostando por “pequeñas joyitas” -esto sí lo dijo- procedentes de regiones remotas e ignotas, elaboradas en ediciones limitadas con variedades inusuales.
Probablemente desconocía que para poder configurar su carta de vinos, las cuatro erres que repudiaba le habían permitido, gracias al trabajo y esfuerzo de las personas que las respaldan, descubrir sus “pequeñas joyitas”. Por otra parte, igual de respetables.
Fueron esas erres, además de otras letras del abecedario, las que elevaron la calidad de nuestros vinos, las que los posicionaron en los mercados nacionales e internacionales y las que primero sedujeron a la crítica, como así demuestra un extenso palmarés de premios que se remonta a los albores de los concursos y catas a ciegas.
Resultaría difícil concebir que la restauración francesa renunciara a los vinos de Burdeos o Borgoña por el simple hecho de ser mainstream. O que en Italia aborrecieran los de Toscana o el Piamonte por el mismo motivo.
Bastante daño hacen ya esas catas rimbombantes que, cargadas de palabras grandilocuentes y muchas veces carentes de sentido, acomplejan al profano llevándole a pensar que no está capacitado para apreciar un buen vino.
Con ese tipo de actitudes solo se consigue espantar, aún más, al consumidor, a quien se induce a interpretar de manera errónea que el vino es un producto elitista, no tanto por estar lejos del alcance de su bolsillo sino por no lograr disfrutarlo debido a su falta de conocimiento.
Es esta una manera de entender el vino que también podría resumirse en tres erres: radical, rancia y reprobable... ¡Ah, también ridícula!. He aquí la cuarta erre.